La economía ha desarrollado en los últimos cuarenta años una cuádruple característica: la evolución de los mercados financieros y su proyección a una dimensión hasta entonces no conocida, la globalización y deslocalización en los procesos productivos, la desfiguración del Estado como sujeto económico y la incidencia de las tecnologías de la información en los modelos mercantiles. En los próximos artículos vamos a analizar cada una de estas variables en su vertiente histórica buceando también en su repercusión en el futuro, toda vez que la economía ha conocido una crisis tan atípica como es la del coronavirus, de final incierto. Comenzamos hoy con el análisis de los vaivenes experimentados por los mercados financieros; una actividad íntimamente ligada a la burguesía en su inicio y más tarde al capitalismo.
El desarrollo del mercado financiero comenzó en Centroeuropa entre los siglos XVI y XVII. La letra de cambio fue su principal instrumento: un documento cuyo valor residía en que incorporaba obligaciones financieras a cumplir por un tercero. La intangibilidad llegó a su máxima expresión en el siglo XX con los derivados, productos que no se sustentan en un activo sino en expectativas de precio futuro. La falta de soporte económico real llevó a la crisis del 2008, cuando Lehman Brothers emitió unas obligaciones de deuda que se referenciaban a unas hipotecas subprime cuyo valor no se correspondía al del inmueble que garantizaban. Todo se vino abajo. No era la primera vez que en la historia de la economía ocurría algo parecido. En 1637el bulbo de un tulipán llegó a tener el mismo valor que una casa en Holanda. Mientras el mercado vive su ficción la cosa marcha, cuando estalla se produce el mismo efecto que al quitar una venda de una herida sangrante. No han sido los únicos ejemplos de la diferencia entre valor y precio a lo largo de la historia. En el siglo XVIII se desató la euforia por la Compañía de los Mares del Sur.
En la negociación del tratado de Utrech —derivado de la Guerra de Sucesión y de nefasto recuerdo para nuestro país— se creó la expectativa de que la Compañía conseguiría el monopolio del comercio con las colonias hispanas; a cambio, asumiría gran parte de la deuda generada por Gran Bretaña en el conflicto. Los tabloides hablaban de riquezas extraordinarias en recuerdo del oro que de las Indias llegó a España en los años álgidos de la conquista. La locura inversora de los ahorradores se desató; las acciones de la compañía subieron como la espuma. El mismo Isaac Newton sentenció: “Puedo calcular el movimiento de los cuerpos celestes pero no la locura de la gente”. Cuando se conoció la letra del Tratado, las expectativas se desvanecieron y la burbuja se desinfló, y muchos cayeron en la ruina.
Los sucesos especulativos críticos han sido recurrentes a lo largo de la historia con diferentes variables pero con una nota común: la diferencia mayúscula entre el precio de mercado y el valor objetivable —que se deriva de los costes de producción— del bien en que se sustenta; y aún más, entre un precio coyuntural y el que se fija por la oferta y la demanda en circunstancias no extraordinarias y con los mercados sin tensionar. Es lo que gráficamente expresaba Antonio Machado: “Todo necio confunde valor y precio”. Después de la crisis del 2018 se pensó que el capitalismo salvaje había terminado. Los mercados han experimentado la mayor regulación de su historia y se ha acometido la reestructuración del sector financiero prácticamente en todo Occidente. Es a lo más que se ha llegado. La del coronavirus no ha sido una crisis financiera, sino un “shock” de la oferta. Está por ver qué sucede a partir de ahora.
