Subo el domingo por la tarde a la terraza; luce el sol pero van surgiendo unas nubes que me hacen barruntar un empeoramiento del tiempo, como se ha confirmado. Pero tengo aún el horizonte completamente despejado y puedo distraer la vista, mirando hacia el Norte, con un panorama que, girando hacia la derecha me ofrece buena parte del caserío de La Lastrilla, siguiendo por el antiguo Terminillo que ocupa el Parador de Turismo; más a la derecha la Residencia de Válidos y, sobre parte del caserío de El Sotillo que adivino, “se me viene encima” el azul-violeta de la sierra del Guadarrama en cuya proximidad trato de adivinar el Puerto del Malangosto, sí, aquel que, en el curso de una de sus aventuras, pasó el Arcipreste de Hita cuando, según cuenta en su “Libro de Buen Amor”, tras encontrarse a la Chata siguió hacia Sotosalbos, su “lugar amado”.
Esta panorámica me trae a la memoria “La soledad sonora”, título de uno de los conjuntos poéticos de Juan Ramón Jiménez, del que extraigo estos versos que tanto nos pueden ayudar en estos momentos a mantener nuestra esperanza:
“El viento se ha llevado las nubes de tristeza; /el verdor del jardín es un fresco tesoro; /los pájaros han vuelto detrás de la belleza/y del ocaso claro surje un verjel de oro/¡Inflámame, poniente: hazme perfume y llama/-¡que mi corazón sea igual que tú, poniente!-/descubre en mí lo eterno, lo que arde, lo que ama/…y el viento del olvido se lleve lo doliente!”
¡La soledad sonora!, eso es lo que yo adivinaba mirando al horizonte. No pasaba ni un solo vehículo por la que llamamos carretera de La Lastrilla, no había ni un ventanal del parador abierto ni nadie pululaba por sus alrededores, como tampoco se observaba Movimiento (aunque adivinaba la vida que se mantiene en su interior) en la Residencia de Válidos. Al “irme” hacia las estribaciones de la sierra adivinaba también el silencio en Torrecaballeros, en Sotosalbos, en Navafría…Y al llegar aquí rememoraba tiempos lejanos en los que el ancestral martillete todavía dejaba oír su monótono golpeo al ser empujado por el agua que movía la rueda. Lo recuerdo ahora que tanto se habla y escribe sobre este artilugio (ya declarado Bien de Interés Cultural), porque cuando “lo descubrí” fue en agosto de 1958 para, informado por los comentarios del entonces su propietario, Julio Abán Llorente, que trabajaba afanosamente en la fabricación de todo tipo de calderos de cobre, de forma artesanal, junto a sus hijos Victoriano y Antonio Abán Vicente, pude firmar un reportaje en la revista “Cabalgata”, colaborador de esta aventura periodística de no muy larga vida.
Así, pues, la “soledad sonora” que se extendía por todo el horizonte me llegaba también dentro de la propia ciudad, con sus calles y plazas penosamente desiertas, apenas alguna figura humana que por unos instantes se asoma a un balcón o a una ventana casi cubierta por las flores de las macetas, como un anticipo de esa mayor presencia diaria, a las 8 de la tarde, para lanzar a los cuatro vientos el cariñoso y “sonoro” recuerdo y homenaje a cuantos están trabajando denodadamente en la lucha contra el maldito virus, que a tantas personas, familiares y amigos, se nos está llevando.
Amigo lector: con mis mejores deseos y puestos los ojos de nuevo en la Luz y la esperanza, concluyo este breve comentario-reflexión con otros versos de Juan Ramón: “El Mundo”.
“¡Gocémoslo volando!/ ¡Pero tened vosotros la alegría,/al vernos, libres, en lo alto,/ de ver pasar sobre vosotros, como en la primavera, pájaros!”
