Aunque la democracia estadounidense es considerada como la preeminente en el mundo, no es el pueblo americano el que elegirá directamente el 6 de noviembre al presidente entre el demócrata, Barack Obama, y el republicano, Mitt Romney.
La Constitución llama a los diferentes Estados a elegir compromisarios (electors), que son los que realmente eligen. Es el sistema que se conoce como Colegio Electoral y que hace que el jefe del Ejecutivo pueda no haber logrado el mayor número de apoyos.
Bien lo sabe Al Gore, que en 2000 logró 540.000 sufragios más que el conservador George W. Bush en todo el país. Pero fue Bush el ganador, pues sumó más votos electorales.
A cada Estado se le asigna igual número de delegados en el Congreso, lo que significa que hay en total 538 compromisarios (435 representantes y 100 senadores, más tres para el Distrito de Columbia). Un candidato necesita, al menos, 270 escaños para ganar.
En 48 regiones, el aspirante con mayor número de respaldos -por reducido que sea el margen- gana todos los votos electorales. Maine y Nebraska asignan sufragios según quién gana particularmente en cada distrito.
Alex Keyssar, profesor de Ciencia Política de la Universidad de Harvard y crítico con el sistema del Colegio Electoral, aseguró que los padres de la Constitución no tenían un modelo para elegir presidente y que sufrían «un tradicional miedo aristocrático a la gente». «Pensaban que la ciudadanía no estaba suficientemente informada para tomar decisiones políticas importantes, por lo que una élite lo haría por ellos», recordó.
De las 56 elecciones a la Casa Blanca realizadas hasta ahora, incluyendo la del año 2000, hubo cuatro en la que un aspirante perdió en apoyo popular, pero aún así fue designado mandatario.
Muchos consideran el Colegio Electoral como un anacronismo y lo reemplazarían por un sufragio popular nacional. Keyssar dice que el sistema actual es una burla del principio «una persona, un voto» del que se vanagloria el país. Y asegura que hace que los candidatos se centren más en los estados bisagra (Colorado, Iowa, Florida, Carolina del Norte, Ohio, Nevada, Pennsylvania, Virginia y New Hampshire), convirtiendo al resto en espectadores. Keyssar cree que el sistema abre más la posibilidad de fraude porque alterar unos pocos miles de votos en un estado podría cambiar el resultado total de una elección.
Por ejemplo, si John Kerry hubiera ganado en 2004 en Ohio, lo que estuvo a punto de suceder, el Colegio Electoral le habría dado la Presidencia, aunque George W. Bush logró tres millones de papeletas más en todo el país.
Pero el sistema también tiene defensores, como por ejemplo Tara Ross, abogada conservadora, que considera que el sistema disminuye el potencial impacto del fraude y los problemas en caso de resultados ajustados al aislarlos en unidades geográficas más pequeñas.
Quien intente manipular tiene que «robar el apoyo adecuado en el lugar adecuado y en el momento adecuado», explica Ross, que asegura que en una votación pública nacional cada voto robado contaría. La abogada también niega que el sistema haga a los candidatos centrarse en los conocidos como estados clave.
Al contrario, afirma, pues el sistema actual fuerza a los candidatos a apelar a una mayor variedad de votantes porque «no hay un solo tipo de bisagra».
«Aunque la idea de una persona, un voto puede sonar bien, un sistema de apoyo popular a nivel nacional haría que los candidatos se dirigieran directamente a los grandes centros de población, eludiendo incluso más que ahora a buena parte del electorado».