El pasado 23 de octubre terminé un breve artículo pidiendo educadamente que alguien explicara lo que quiere decir “resignificar el Valle de los Caídos”. Nadie contestó. Nadie dijo nada. Un silencio absoluto que me recordó aquella sentencia de Francis Bacon: “Quien no quiere pensar es un fanático, quien no puede pensar es un idiota, quien no osa pensar es un cobarde”.
Así que me he dedicado a reflexionar yo mismo y —con el permiso de la dirección del Adelantado y sus lectores— voy a dar mi opinión al respecto, porque ese silencio, tan elocuente, me dio que pensar más que cualquier discurso. Me llevó incluso a considerar que quizá algunos que usan esa palabra no tienen del todo claro su alcance. Porque “resignificar” suena académico, moderno, incluso compasivo; pero cuando se aplica a la historia, y más aún a la memoria de un país, suele significar algo menos noble, ya que no busca tanto comprender como imponer; no busca iluminar o esclarecer la memoria, sino reescribirla.
Porque resignificar no es restaurar, ni comprender, ni siquiera reconciliar; simplemente es sustituir un relato por otro. Y en ese gesto se esconde la tentación más antigua de la política, que no es otra que moldear el pasado, de tal modo que el Valle dejaría de ser lo que fue (el monumento de un tiempo determinado, con sus luces y sus sombras) para convertirse en un escenario pedagógico donde el poder dicta lo que debe recordarse y lo que conviene olvidar.
Sin embargo, ningún país que se respete ha prosperado borrando sus cicatrices, razón por la cual deberíamos aprender a mirar nuestro pasado sin miedo, sin temor, sin sobresalto. Pero cuando la memoria se convierte en instrumento político, deja de ser recuerdo para transformarse en consigna. Por eso la palabra resignificar resulta tan cómoda que incluso permite ejercer un control simbólico sobre lo que ya no se puede cambiar. Se invoca la memoria, pero lo que realmente se busca es la superioridad moral; se promete reconciliación, pero se siembra división; se habla del pasado, pero se actúa sobre el presente.
El Valle de los Caídos no necesita resignificación, sino comprensión. Su existencia no es una ofensa ni un dogma, es un hecho que pesa tanto como la historia que lo levantó. Por eso, a mi juicio, es un error creer que la justicia histórica se alcanza borrando lo que incomoda, porque lo que realmente sucede es que los pueblos que se avergüenzan de su pasado se vuelven vulnerables.
La memoria colectiva no se trata ni se cura con retoques semánticos, sino con una madurez que rara vez se logra desde el poder. Porque el poder, por naturaleza, tiende a la manipulación del relato, tanto, que incluso algunos gobiernos —como el que sufrimos ahora los españoles— pretenden ser intérpretes del pasado; pero cuando se arrogan la tarea de “resignificar”, lo que realmente hacen es apropiarse del alma de la nación. Entienden que quien controla el significado del pasado, controla el marco del futuro.
Quizá esa sea la verdadera razón de tanto empeño por resignificar monumentos; se trata de de enseñar a las nuevas generaciones qué deben sentir ante cada símbolo, qué emoción es correcta, qué mirada está permitida. Es una operación moral más que histórica, donde el disidente ya no es quien piensa diferente, sino quien recuerda distinto.
El Valle de los Caídos, con toda su carga trágica, podría ser —si hubiera generosidad— un lugar de reconciliación silenciosa. Pero esa reconciliación exige grandeza, y la grandeza no cotiza en el mercado político actual. Para algunos es más rentable mantener la herida abierta y tensionar a la población.
“Resignificar” es, en el fondo, una forma de no asumir, de no perdonar, de no cerrar el duelo que la historia nos dejó sin cicatrizar. En definitiva, es decirnos qué debemos pensar, cómo debemos sentir y de qué manera debemos recordar. Es la política del relato, que sustituye el debate por la emoción y la historia por la versión.
Pero los símbolos, cuando se manipulan demasiado, acaban perdiendo fuerza, pues una sociedad que cambia el significado de sus monumentos al ritmo de sus gobiernos, se condena a no tener ninguno que dure. Y es que un pueblo no se engrandece reinterpretando sus desgracias, sino aceptándolas. Quien necesita resignificar su pasado demuestra que todavía no lo ha comprendido, porque los símbolos no se redimen por decreto ni se purifican con adjetivos nuevos: se redimen cuando el pueblo los asume con serenidad, y sin miedo. El Valle de los Caídos, con todo lo que representa, no necesita una nueva palabra, sino un nuevo temple, un nuevo talante, una nueva actitud. Y ese temple solo aparecerá cuando la política deje de jugar con la memoria y empiece, por fin, a respetarla.
