La proclamación de Isabel I como reina de Castilla, el 13 de diciembre de 1474, en la Plaza Mayor de Segovia, fue un acontecimiento de primera magnitud. Un hecho histórico que estableció un vínculo perenne entre la ciudad del Acueducto e Isabel la Católica. Ambas realidades históricas, la ciudad milenaria y la Reina junto con su esposo, Fernando de Aragón, ocupan un lugar preferente, que trasciende el ámbito geográfico más próximo y abarca hasta el continente americano. Los datos rigurosos disponibles nos cuentan las dificultades que supusieron la ascensión al trono de Isabel y las que siguieron hasta 1479, cuando finalizó la guerra con Portugal. Las grandes dotes políticas, junto con la tenacidad de ambos monarcas explican el extraordinario logro que consistió en cimentar las bases del Estado moderno. En palabras de uno de los más señalados especialistas Tarsicio Azcona, refiriéndose a Isabel reconoce que construyó el estado castellano logrando “una poderosa y definitiva singladura de todos sus reinos”, que se vio reforzada por la feliz unión de los reinos castellano y aragonés. Sin duda, el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, pese algunas diferencias personales, fue una pieza clave que potenció un gobierno eficaz, gracias a la sintonía entre ambos.
Pero cómo consiguieron tales éxitos en tan pocos años de reinado (unos 30 años), desde 1474 a 1504, teniendo en cuenta las enormes dificultades que se presentaban en aquella Castilla convulsa del cuatrocientos. En parte, la respuesta está en las condiciones personales de excepción de ambos jóvenes monarcas (Isabel de 23 años y Fernando, un mes menor). También la notable educación familiar de Isabel dotada de una inteligencia despierta, un carácter animoso y decidido. A su esposo, Fernando, se le reconoce su valor, preparación militar y habilidad como estratega; ejemplo de príncipes para Maquiavelo. Ambos monarcas contaban además con sabios consejeros de vida recta, como Cisneros o Hernando de Talavera, de profunda espiritualidad y buen conocimiento político.
Entre los muchos ejemplos que avalan su mutuo entendimiento, sensatez y prudencia de gobierno, citamos la llamada “Concordia de Segovia”, documento firmado en el Alcázar, el 15 de enero de 1475. En virtud de ese acuerdo, ambos cónyuges se comprometieron a repartirse ciertas áreas de gobierno en las que cada uno decidía de forma autónoma. Un convenio entre ambos, expresado por escrito, que hoy calificaríamos de profesional y responsable para con los súbditos. De hecho, el título original del documento fue: “Acuerdo para la gobernación del reino”. Su contenido contemplaba diversos asuntos sobre economía, nombramientos de cargos, administración de justicia, etc. En el primer apartado se lee: “la intitulación de todos los documentos de la cancillería sería común, y el nombre del rey precedería al de la reina y las armas de la reina a las del rey”.
Con toda oportunidad y buen sentido, estos días, Segovia celebra el hecho histórico, ocurrido hace 550 años, cuyo influjo anticipó la actual globalización. Pues, la magna empresa que patrocinó la reina Isabel llevó la cultura y la fe cristiana a los territorios entonces desconocidos del Nuevo mundo. Estamos ante una página deslumbrante de la Historia y una vez más, hay que recordar el dicho atribuido a Cicerón: “la Historia es maestra de la vida”. Las lecciones de un pasado glorioso merecen ser aprendidas y reconocer los valores permanentes que son estímulo para el futuro. La recreación dramática de esas páginas gloriosas nos traslada al 13 de diciembre de 1474, cuando en la Plaza Mayor de Segovia, junto a la iglesia de San Miguel, resonó el grito de proclamación: “¡Castilla, Castilla, Castilla, por la reyna e señora nuestra, la reyna doña Isabel, e por el rey don Fernando, como su legítimo marido! Un momento imborrable en el que Segovia brilló junto a la Reina Isabel I.
