Cuando un Papa fallece una profunda conmoción de fe se produce entre los creyentes. Se crea una especie de vacío que impulsa a la oración por la pérdida de semejante figura de la Iglesia católica, más aún cuando, como en este caso, viene referido tan singular acontecimiento al Papa emérito Benedicto XVI que, aunque retirado voluntariamente de su actividad apostólica, gozaba de un enorme prestigio tanto por su formación filosófica y teológica, como por la proximidad que siempre generó su ministerio con los creyentes en cuya fe tanto influyó.
Al constatar su fallecimiento no puedo olvidar el gratísimo recuerdo que me dejó cuando hace un tiempo tuve el honor y la satisfacción de haber tenido con él en el Vaticano una cálida audiencia que nunca olvidaré. En ese sentido, así lo expresé en su día en los medios y no me resisto hoy a dejar de reproducir aquella impresión que hoy se hace presente en mi ánimo. Decía entonces que no pueden traducirse en la brevedad de un relato los sentimientos que aquella mañana de enero nos inundaban a medida que entrábamos en el Vaticano donde iba a tener lugar la audiencia con el Papa en una ceremonia más bien restrictiva en cuanto a las poquísimas personas que podríamos conversar con Benedicto XVI. En esa entrevista no podré nunca olvidar su mirada de ternura y el efecto y afecto de estrechamiento de su mano. Ni tampoco el interés que despertó en él el modesto regalo de aquel documental de cine aficionado segoviano que le llevaba sobre San Juan de la Cruz en Segovia, a quien Ratzinger –lo mismo que su antecesor Juan Pablo II- tanto admiraban y en cuyas fuentes místicas habían bebido. Recuerdo que en el estuche del documental incluía también unas fotos realizadas por mi amigo y fotógrafo Pepe de Antonio ,testimonio de una de las escasísimas aperturas del sepulcro para contemplar el cuerpo incorrupto del santo. Documentos que se entregarían a partir de entonces como instrumentos de consulta en la Biblioteca del Vaticano.
Recuerdo perfectamente que los breves minutos que duró la audiencia con el Santo Padre estuvieron cargados de especial recogimiento, emoción y felicidad que permanecen desde entonces en mi alma de creyente. Eso constituía para mí una ocasión única, irrepetible y digna de ser grabada en el amor de mi conciencia. Poco después iba a finalizar su misión como cabeza de la Iglesia, víctima del agotamiento, hacia un retiro voluntario y merecido, en paz y en gracia que ha culminado ayer.
Al finalizar aquella cálida audiencia le preguntaba yo a Su Santidad Joseph Ratzinger –Benedicto XVI- qué mensaje deseaba enviar a los españoles, a los segovianos, tras ese encuentro: “Que recen, me dijo; que recen mucho por mí. Me hará falta”. Y si antes lo fue en vida por fe y por admiración, hoy tras su reciente muerte, lo es por devoción y para pedir por la salvación de su alma, suficientemente merecida. Dios os guarde, Santidad.
