En las playas españolas del norte, durante el mes de julio, abunda la gente mayor: los abuelos. Compraron sus apartamentos, pisos o adosados cerca de las plácidas y apretadas arenas de estas costas procedentes de las capitales del interior próximo, con las horas extras de los maridos o las iniciativas remuneradas de las esposas. En cuanto echaban a los niños (tres o cuatro) del colegio o de los institutos, el clan familiar se trasladaba, al mando de la madre, al veraneo (las vacaciones se pondrían de moda más tarde). El marido se acercaba todos los fines de semana y, por fin, se establecía definitivamente en agosto.
Para las madres normalmente, solo había un cambio de contexto: seguía la compra, el cocinar, el organizar o realizar la limpieza de la casa, lavadoras y planchas… y además unas horas de playa y paseo en conversaciones interminables y sin solución de continuidad con las otras madres (muchas veces vecinas de urbanización o zona de veraneantes) igualmente acompañadas de los niños en edades escalonadas y mezclados.
Aquellos padres, hoy son abuelos. Lo normal es que si ha habido separación haya sido por la muerte de uno de ellos (el varón mayormente según las estadísticas); supongo que por sumisión a la palabra dada el día de la boda. En fin, todo esto viene a que donde hay abuelos hay nietos. Y en las playas del norte en verano esta coincidencia es muy visible.
Y ahora vuelve a reiterarse la situación de hace treinta o cuarenta años. No es exactamente igual porque ahora se quedan trabajando en la ciudad tanto el padre como la madre y en cuanto echan a los hijos de los colegios y guarderías se ven como se veían ellos: en la playa sin comerlo sin beberlo; pero en vez de con la madre, ahora están (cuando es posible) con los abuelos.
Pero los padres y sus hijos no se separan definitivamente durante el verano. Los fines de semana se reencuentran todos. Lo que antes quedaba solo al alcance del varón-autoridad dominante del grupo tribal básico ha logrado asumirlo y compartirlo también la socia igualitaria de la empresa familiar constituida, explícita o implícitamente, con la posibilidad de modulación, intercambio o acumulación de roles e identidades en los planos del género o del sexo. En fin, que, estadísticamente, ahora las madres también, en su mayoría, ejercen una profesión con dedicación tan exclusiva como los varones de su pareja.
Una de las cosas que mejor muestra los cambios sociales y culturales en este país es lo que han cambiado las abuelas. Las setentonas de ahora no hay que olvidar que estrenaron el “pret a porter” de la minifalda y están acostumbradas a la pelea: ellas fueron las primeras en plantarse por la igualdad. Estas abuelas conforman la generación más entrada en años que se animó, primero a los gimnasios, y luego, algunas, a los retoques estéticos. Se les anticiparon sus hijas, pero luego se animaron ellas. Y lo mismo pasó con los regímenes de comidas para estar entre mejor y plena forma. El resultado ha sido una pervivencia sorprendente del bikini entre las que estrenaron en su juventud el despiporre de tetas fuera, que se planteaba como un grito de liberación, que hoy sonaría a reconocer que se había llegado tarde a la manifestación.
El “mira que guapetón estás” tiene un tonillo de burla indisimulable
Sus maridos (los supervivientes) fueron menos exigentes en los requerimientos del buen parecer. Aunque no faltó alguno que se apuntó a la musculación con sesenta, la mayoría optó por soluciones más continuistas. Entre los primero no faltan ahora los que se apuntan a trajes de baño reducidos y ajustados; pero no es lo mismo ni mucho menos. El “mira que guapetón estás” tiene un tonillo de burla indisimulable. Lo aprecia incluso el interesado si es suficientemente inteligente.
Este intento tardío de mantener la fachada lo más juvenil posible se traduce también en el empeño por convertir a los nietos en líderes de lo moderno, de lo rompedor, de la rebelión contra las normas. Un porcentaje elevado de este sector infantil minoritario puede reconocerse fácilmente por la obligada práctica de nudismo a que les someten sus abuelos. Niños y niñas corretean y se bañan en pelotas forzadas porque sus abuelas los dejan desnudos. Es en realidad una práctica animalista. Lo practican (las abuelas) también con sus perros: en cuanto crecen, los visten para el invierno (con sus jersecitos, bufandas y hasta prendas deportivas para los paseos menos formales) y les cortan el pelo en verano. Y los dejan exactamente igual de desnudos, como a los cachorros humanos, en la playa.
Lo mejor es que la incomunicación intergeneracional hace que nada de esto afecte a los pequeños. La playa no es más que un escenario en el que concurren dos mundos paralelos independientes e incomunicados. Abuelos y abuelas se empeñan en dar consejos o (peor) contar historias en voz alta sobre lo divertida que será la inmersión en la mar salada. Mientras, los pequeños están en su burbuja independiente. Lo manifiesta sus posturas, gestos y ademanes. A veces, incluso hablan con su lengua de trapo o cantan. Unas y otros, de manera indiferente por supuesto, se imaginan Rambos (o Rambas), o princesa o “princeso” (que no príncipes) de Disney. Dos mundos, dos generaciones, perfectamente separadas. Los pequeños enseguida aprenden a ir a su bola y a no hacer ni caso a los demás.
Lo que mejor asumido tienen los abuelos rebeldes es que a los nietos no hay que llevarles la contraria. En eso son como los abuelos de toda la vida, de todas las generaciones de la historia. Para apretar y exigir ya están los padres. La pena es que estos están tan ocupados con sus trabajos y llegan tan molidos a casa que lo único que no soportan son nuevos problemas. Menos aún están para comprobar si las mentiras que les cuentan sus hijos son efectivamente embustes; si en el comedor del colegio la comida es tan mala o son tan caprichosos como eran ellos; si la profesora les “tienen manía” y los persiguen injustamente, o los insoportables son ellos… No están los agotados progenitores como para sostener esa guerra de guerrillas, ni el terrorismo doméstico infantil en sus variantes más frecuentes.
Y abuelos, abuelas, padres y madres podrían encontrarse con que al cumplir los 18 años, con una mayoría de edad recién estrenada, puedan, por fin, meterlos en la cárcel y ponerlos en manos de otros educadores: y ya escucharán sus quejas sobre sus amiguitos y guardianes cuando vayan a visitarlos.
