Es muy complicado vivir en un estado de permanente incertidumbre como el que preside nuestra cotidianidad desde hace meses. El ser humano no está concebido para la incertidumbre, que solventa en su vida diaria con mitos, con ritos o con la fe. Y como ser relacional que es, proyecta ese deseo de seguridad a la sociedad; por ello, lo que más le cuesta admitir es que la comunidad elegida para desarrollar junto a otros su existencia –adquiriendo la condición de ciudadano- esté ganada por la inseguridad y la inestabilidad. Exige entonces a sus gestores que despejen ambas variables de su día a día, que dibujen un escenario a medio y largo plazo en donde puedan vivir ellos y sus descendientes. Que se destierre la irresolución de problemas en todos los niveles. Sin embargo, y por desgracia, contemplamos cómo en España –por la pandemia, pero también evidenciada por la pandemia, no nos olvidemos- la incertidumbre preside cada rincón de vida pública actual, cuando lo que se necesita es justo lo contrario. Convengamos que los designios sanitarios estén en manos de los técnicos y científicos –que ya de por sí es mucho convenir-, pero su gestión es puramente política, igual que el diseño cierto de planes reparadores de la crisis económica y de programas anticíclicos que despejen el horizonte a medio plazo; incluso es de entera responsabilidad política el impulso de proyectos sociales y de país que no deje al albur de iluminados el alcance del concepto nación española.
Desgraciadamente, el ciudadano de a pie no es capaz de visualizar ahora el futuro a corto, medio y largo plazo. Ni en su salud, ni en su trabajo ni en su propia vida –que será de mi puesto laboral o de mi pensión cuando salgamos de esta, se preguntará-, y por lo tanto no proyecta en su comportamiento ningún tipo de confianza, que es una derivada de la certidumbre y mimbre básico para construir una estructura económica y social estable. Hay que admitir que el virus ha coincidido con quizá la peor generación de políticos de la democracia, más preocupados en el corto plazo y en distinguirse del contrario –a quien configuran como enemigo sin legitimidad- que en llegar a acuerdos por el bien general. Las convicciones firmes no deben ser obstáculo para el pragmatismo si predomina por encima de todo la lealtad al país. Contemplar el debate parlamentario sobre la prórroga del Estado de Alarma –o conocer las negociaciones previas- acentúa la incertidumbre cuando no el desconsuelo. Atender a la sesión inaugural de la Comisión para la Reconstrucción produce los mismos efectos. Hoy, quizá ganados por el pesimismo de ver cómo los plazos de vuelta a la normalidad se alargan en nuestra provincia, ni siquiera exigimos ya acuerdos, sino al menos el diseño de la metodología para llegar a acuerdos. Llevamos cuatro años de inestabilidad, de presupuestos prorrogados, de programas de déficits incumplidos, de no renovación de órganos institucionales, de comportamientos desleales por parte de supremacistas territoriales, de veladas ofensas toleradas a nuestra Constitución o a España… Basta ya.
