Mucho me temo que en este artículo voy a tener que darle la razón al Sherlock Holmes del relato “La estrella de plata”: “Es muy arduo separar los hechos absolutos, sin discusión, de lo que no son otra cosa que supuestos de teóricos y de periodistas”. Parece, para qué negarlo, una justificación “avant la lettre”. Y, efectivamente, lo es. Pero quién puede adivinar lo que en materia económica pasa por la cabeza de nuestro Gobierno. Deparen en las iniciativas de las últimas semanas: oferta de pacto de reconstrucción; propuesta para sacar adelante los presupuestos; petición de prórroga del Estado de Alarma bajo la amenaza de acabar con las medidas para relanzar la actividad económica; anuncio que no se subirán los tipos de IRPF e IVA; compromiso de no bajar el sueldo de los funcionarios ni de restringir gastos sociales. Pero queda por despejar la incógnita principal: el déficit presupuestado para el 2020, el 10,3% -para 2021, ni mu dicen-, ¿cómo se paga? ¿Solo recurriendo al endeudamiento?
Desde esta columna no somos sospechosos de no apoyar la iniciativa pública en estos tiempos de zozobra. Hasta economistas de la escuela clásica como Robert Barro coinciden con los keynesianos en que en épocas de gran recesión se aumente temporalmente el gasto público y se mantenga el déficit fiscal. Es en ese momento cuando el Estado toma las riendas y se convierte en un sujeto económico capaz de motivar a la economía para que esta salga del marasmo. Y este es muy particular: un shock de la oferta con una contracción de la demanda que no se sabe cuándo se recuperará. Es decir, una crisis profunda pero coyuntural. Sería por ello conveniente conocer el horizonte macroeconómico que prevé el Gobierno, de la misma manera que una empresa realiza un plan estratégico para dibujar su futuro. Alguna cosa sabemos para los años 2020 y 2021. Pero no el déficit para el 2021.
A no ser que ni siquiera el Ejecutivo lo sepa. O a no ser que existan dos cabezas económicas y para lo que uno es una intervención pública coyuntural que este año sobrepasará el 50% del PIB, para el otro sea la política que hay que mantener en el futuro. Sigue vigente la pregunta: ¿cómo se financiará todo ello? Y es aquí cuando surgen las especulaciones de las que hablaba al principio. Me parece que todo lo fía el Gobierno a la intervención de Europa. A ese billón y medio de euros que los corifeos de Sánchez atribuyen a la influencia de nuestro presidente. Pero existen pequeños matices: si se tratara de deuda pública, por muy mutualizada que esté –que dudo que se acepte-, habrá tarde o temprano que devolverla; y los reaseguros de los ERTE y las aportaciones para gasto sanitario además de poseer carácter finalista no suponen en sí gran liquidez. El grueso vendría del dinero destinado a la activación económica: su naturaleza de transferencia no reembolsable o simplemente inversión real de la Unión Europea es la que puede aliviar las arcas públicas. Llegará previsiblemente a finales de año. Por ello la prudencia de no dar las cifras sobre el déficit del 2021. Habrá que esperar entonces a las condiciones para ser beneficiario de ellas. Desde luego no será un cheque en blanco. A Pedro Sánchez le vendrá muy bien para imponer una política de austeridad a sus socios. Y para subir el IVA general; y el IRPF a rentas entre los 60.000 y los 120.000 euros; y para rescatar figuras impositivas como el Impuesto de Patrimonio o el de grandes fortunas. Y para armonizar al alza el Impuesto de Sucesiones y Donaciones. Y para limitar algunos gastos, como los viajes del INSERSO. Y para la nueva regulación de las pensiones. Hasta entonces, si el cuerpo aguanta, ni un movimiento. Son supuestos. Pero pueden ser hechos.
