Claro que se repite la historia y que los humanos tropezamos en la misma piedra. El Decamerón, que seguramente nos suena porque algo atendimos en la clase de literatura de la escuela, no sólo es un libro de cuentos. Diría incluso que la gracia de las historias de aquella postrera Edad Media se ha diluido para nosotros, son relatos que se han quedado muy atrás. Pero hay una parte de la obra que tiene visos de eternidad: es la de la descripción que hace Boccacio, en las páginas iniciales, de la gran peste que asoló Florencia en 1348. Bubas y manchas oscuras o lívidas se apoderaban de los cuerpos y el contagio era muy rápido. Y, coincidencia de coincidencias, venía de Oriente, y cogió desprevenido a Occidente. Como este mal nuestro, siete siglos después. Es indudable que hemos progresado y, por eso, no estamos viviendo las mismas calamidades, ni mucho menos. Pero, aunque suavizadas, hay bastantes semejanzas. Refiere Boccaccio la incapacidad de los médicos de entonces para dar soluciones —facilitando, así, la difusión de falsos remedios—, las bajas de los servidores de la ley, el distanciamiento por miedo a ser infectado, la ausencia de los familiares en los sepelios de los fallecidos, la acumulación de féretros y de cadáveres, las fosas comunes, la dispersión de florentinos llevando el mal a otras regiones, el ensañamiento de la mortandad con los más pobres y las actitudes insolidarias y temerarias de muchos. De todo lo que ocurrió aquella vez tenemos este relato, pero desde mucho antes, desde la noche de los tiempos, y desde tiempos no tan lejanos, estábamos advertidos: estas cosas han pasado y pueden volver a suceder.
Pero el Decamerón nos habla también del poderoso lado luminoso del hombre, del que le hace reanudar el camino y dotarle, otra vez, de sentido. Como se sabe, los diez jóvenes que han escapado de la ciudad refugiándose en una hermosa villa se organizan para pasar alegremente el tiempo y deciden obligarse a contar cada uno de ellos un cuento. Boccaccio ofrece, así, un remedio, no para el cuerpo, que no está en sus manos, sino para el alma de los que sobreviven. Frente a la crudeza del sufrimiento, la reelaboración creativa de la vida. Y, entonces, si nosotros, temerosos de los virus letalmente coronados, nos hemos confinado en nuestras casas —más pobres por lo general que aquella villa, aunque mejor dotadas en ciertos aspectos relevantes—, ¿no estamos necesitados también de ese remedio?
Nuestro aislamiento de estos días se halla poderosamente marcado por algo que no existía en aquel Renacimiento italiano. Las pantallas que invaden nuestras casas nos han transformado la vida. Ya no hay estrictamente soledad porque ellas lo ocupan todo. Está a nuestra disposición el entretenimiento más variado, desde películas y series de toda clase hasta juegos, conexiones interactivas o redes sociales. En realidad, nosotros no necesitamos cuentos porque ya ellas, las pantallas, los tienen siempre a nuestra disposición. Se trata sólo de sentarse y de gozar de ellos. Sin embargo, ¿no les parece que esto no debiera serlo todo, que no podemos perdernos a nosotros mismos para que vivan por nosotros los medios electrónicos, vueltos pechos nutricios de una humanidad entregada a la pasividad, no creativa?
A los jóvenes del Decamerón también se les ofrece la tentación de la siesta perpetua y del goce dependiente. Allí, en su villa, hay manjares, criados, jardines, sol y buen tiempo: ¿para qué más?, ¿por qué no permanecer holgando en la hierba, bien nutrido y bien servido? Nuestros criados, nuestros jardines y nuestro sol preferidos son hoy los móviles, las tablets, las televisiones inteligentes, las redes sociales, las series o los reality. Y en este encierro nuestro, sobre todos los demás inventos, se alza el vuelo del poderoso WhatsApp. Somos los españoles, desde los niños hasta los más mayores, adictos al wuasapeo. Pero ¿para qué nos ha servido? Desde luego, no para estímulo de nuestra creatividad o de nuestra capacidad crítica. Al contrario, como en la Florencia medieval, lo hemos usado para hacer correr noticias falsas, recomendar remedios sin contrastar, ensalzar o denigrar a los unos o a los otros, reenviar chistes, repetir canciones hasta el infinito. Y, lo peor de todo, para cerrar de manera gregaria los chats, censurando a los discrepantes, a los que, por ejemplo, no se sienten a gusto con tanto entusiasmo sonoro y con tan poca efectividad real de las medidas tomadas por unas y por otras administraciones. Cada cual parece que tuviéramos como principal preocupación la de reafirmar nuestro chiringuito y alejar al que, no por enemigo real sino por singularizarse, nos molesta. Cerrar filas es la consigna subyacente y, bien apretadas, barrer al que habla con su propia boca.
Pampinea, la promotora del retiro de los jóvenes ideado por Boccacio, sabe muy bien lo que debe hacerse. La comodidad es necesaria, sí, pero no tiene propiamente sentido si no se la pone al servicio de una vida productiva. Para lograrlo, establece un orden en el grupo, hace rotar las responsabilidades y exige que los relatos sean, por así decirlo, de producción propia. No debiera tampoco ahora valer para nosotros la apatía a la que nos induce la tecnología y el control de nuestra imaginación por las grandes productoras de entretenimientos y de consignas. No dejemos que los wasaps nos parasiten. Mejor será que sólo sean instrumentos útiles para cultivar la inteligencia crítica y la diferenciación individual. Que abran foros en los que se cultiven el discurso sin ataduras y el relato original y crítico. Que los cuentos del WhatsApp se valgan de esta estupenda aplicación, sí, pero, sobre todo, que nazcan de nosotros mismos.
Y más ahora que los muy escabrosos tiempos que se nos han echado encima van a exigir de nosotros actitudes independientes y abiertas a eso —¿se acuerdan?— del consenso, palabra que en los últimos años ha tenido difícil encontrar realidades a las que ser aplicada. La inminente crisis económica, con el consecuente aumento del paro, va a provocar una radicalización política que nos va a poner muy difíciles las cosas a los españoles. La proporción de parados y la fuerza desestabilizadora del separatismo sitúan a España entre los países más vulnerables —quizá el que más— de Europa. En la entraña de ese torbellino, van a jugar un papel político importante los medios que, como WhatsApp, hacen circular consignas a velocidad portentosa. Creo que es nuestra responsabilidad poner freno a esa reiteración de eslóganes y preferir interesarnos por las opiniones razonablemente elaboradas, entre las que deben estar las nuestras. Y, a mi entender, una opinión razonable es aquella que admite la limitación del punto de vista propio y es capaz de llegar a acuerdos con las de los demás. Sólo la opinión razonada y razonable, extendiéndose por las redes sociales, puede frenar la tendencia a la polarización que se acrecienta día a día en nuestro país.
