No elevo a definitiva mi anterior impresión de que el Gobierno no rentabiliza su política de apaciguamiento en Cataluña. De un tiempo a esta parte me salen al paso señales que lo desmienten. Y casi todas se han hecho visibles con los brotes de malestar social en esta Comunidad Autónoma.
Médicos, profesores, bomberos y funcionarios autonómicos se han convertido en inesperados testigos de cargo contra el olvido de la política de las cosas como consecuencia de la obsesión por la política de lo sueños, que no mejoran la calidad de vida de los catalanes. Ni sirven para actualizar los sueldos de los funcionarios o dotar de medios materiales y humanos a servicios públicos esenciales como educación y sanidad.
Muchos analistas han tenido la tentación de relacionar estas protestas con una posibilidad de que el Gobierno central pueda desactivarlas con la chequera del Estado a cambio de que los diputados nacionalistas apoyen en el Congreso los Presupuestos Generales del para 2019.
Pudiera ser, pero personalmente no lo creo. Primero, porque el discurso independentista ha ido demasiado lejos y no puede desdecirse de la noche a la mañana, después de haber claveteado durante tanto tiempo la idea de que ese apoyo solo se producirá a cambio de la exculpación de los procesados en el golpe contra el orden constitucional, también llamado ‘procès’. Pero es evidente que hacer esa concesión no está en manos del Poder Ejecutivo, que ya se ha estirado al máximo con la renuncia de la Abogacía del Estado (un brazo más de Moncloa, al fin y al cabo) a mantener la acusación de “rebelión” respecto a los encausados.
Hay una segunda razón. De naturaleza estratégica en este caso. Me refiero al inesperado regalo que, para el Gobierno y los partidos defensores de la Constitución, supone la reacción de la sociedad civil contra un ‘govern’ que se instala en el activismo identitario y se olvida de gobernar.
Mejor que la expresión de hartazgo venga de la sociedad civil catalana. Mucho mejor si el grito de hasta aquí hemos llegado no suena en Madrid, sino en la propia ciudadanía. Que esa denuncia la hagan los médicos, enseñantes, bomberos o funcionarios, en legitima defensa de sus respectivos estatus laborales y salariales, y no los representantes del Estado”represor”, es una baza caída del cielo sobre el estado mayor de Pedro Sánchez. Lo único que tiene que hacer es alquilar un balcón en la delegación del Gobierno para asistir en primera fila a la desactivación del desafío independentista. Al menos, en su fase más aguda.
Un fenómeno que ya había empezado a emitir señales incluso antes de que aflorase este malestar social, cuyo próximo episodio se anuncia para el próximo 12 de diciembre, con una huelga general de funcionarios que pone de los nervios al gobierno de Quim Torra.
