Sí, ya sabemos por quién doblaban las campanas. Hemingway anduvo por estos andurriales y se perdió en la sierra con un lápiz y mil cuartillas. Tenía la costumbre de emborronar muchas para luego quedarse con una frase. Pero ahora ya sabemos que, en este tiempo nuestro, doblar las campanas, o mejor, silenciarlas sin doblar es impronta de nuestros pueblos. Nuestras villas, pueblos, aldeas y caseríos que se mueren, si no lo están ya y por desgracia, muchos de ellos, desde hace tiempo. Hay gentes de buena voluntad, grupos de entusiastas que les quieren dar respiración artificial para ver si reaccionan. Pero no parece que vayan saliendo del sopor que ya se alarga demasiado, en una triste y dolorosa caída.
Notamos que hay demasiado silencio, como una renuncia que es en sí misma la expresión de la derrota, el abandono forzado a seguir vivos. Puede que los responsables acaso tengan buena voluntad, pero es evidente su poca, o nula, eficacia para mantener con vida a tanto pueblo silenciado. No están vacíos, sino aletargados, dormidos porque nadie les pasea, no se oyen motores, no suena la flauta del pregonero y, mucho menos, se oyen los alegres gritos de los juegos infantiles. Mientras, se dispendian los recursos en subvenciones mastodónticas, cuya última meta es el clientelismo para que los pocos que se quedan o que acaso solo estén empadronados, pero sabiendo que han de ser fieles (cuando llegue el momento de que vuelvan) a la urna de quien les mantiene. Así el juego de los partidos -y no precisamente de fútbol o de frontón en el paredón de la iglesia-, es un disparate al tratar de ganar sin el soporte humano permanente, porque ya no hay gente ni para jugar a la brisca y ni siquiera hay taberna donde jugar.
Y, en el ínterin, las instituciones durmiendo también en el sueño de los justos, acaso momificadas esperando el santo advenimiento pero sin exigir a sus, ¿los llamamos secuaces?, un plan de actuación, un proyecto de realización, que razonablemente se concatene con el terreno de al lado y que forme la cadena de la supervivencia. No hay proyectos, si acaso modestos y justificativos bacheos, remiendos de hoy para mañana, con la buena intención de repartir algunos jornales para justificar lo que nos mandan desde Bruselas, con otros fines y mejor y más estable destino. Pero, mientras, el silencio de las máquinas no rompe la tierra para hacer las infraestructuras que lo cambiarían todo. No hay coraje, ni imaginación, solo el deseo de que no se cambie el estatus en los que lo detentan, esperando confirmar en el futuro, en unas listas sin garrras, su deseo de permanencia. Entre otras circunstancias porque la sociedad civil vuelve la espalda a sus propia supervivencia, con aquello de que trabajen otros.
No sabemos salir del ámbito de la sombra de la torre de nuestro propio pueblo, tenemos complejo para alcanzar altura, si es que hay alguien que aún contemple, cómo cambia el sol las sombras de esa torre, según transcurre el día. En todos los pueblos hay una torre que, en otros tiempos sirvió de referencia para trazar los caminos más cortos para acercar gentes , sentimientos, corazones. Hoy todo ello ya ausente. Ya nadie, o muy pocos se paran a ver la torre como lo hacían nuestros abuelos. Se han muerto las tradiciones, no hay recuerdos, ni fiestas que revivir sino vienen de la ciudad a recordar el sonido de la dulzaina, que daba vida y calor a nuestra gente, preparando la justa fiesta con el grano en el ‘sobrao’ o mejor, en la panera.
Nuestros pueblos, nuestras tierras están sumidas en el silencio. Mientras, en despachos, ajenos y en otras tierras, se afanan en la verborrea que solo saca la cabeza para quedarse en la tajada que mandan de la bolsa común, que sería más generosa y útil si hubiera más ideas, planes y proyectos que no elaboran por incapacidad o por pereza. De lo que sí abundamos, y así nos pinta.
El sur de Europa grita, pero no contesta como debiera a la tarea que está esperando
Que la tierra está vacía de nosotros mismos y por eso somos nosotros los que sabemos por qué silencian las campanas, que ya nos doblan, como Hemingway apuntaba en nuestra Sierra, testigo de otra guerra ya finiquitada, aunque con resabios de querer, torcidamente, resucitarla. Ahora toca nuestra lucha, que está viva para recuperar gentes y tierras, binomio unido, inseparable y posible, El sur de Europa grita pero no contesta como debiera a la tarea que está esperando. Y, mientras esperaba comer, se murió el paciente. Así que, majos, al cotarro o nos arrollan.
Descansad tierras amadas, porque si ya no oís el doblar de las campanas es porque ya no hay brazos para mover los badajos. Y, si los hay, es porque ya no tienen fuerzas para tanto peso. La tierra es ligera, pero pesa igual para sembrar semillas que seres humanos. Por lo que nadie hay ya para doblar a duelo. Ya sabemos porqué no doblan las campanas. Se han ido los brazos. Se ha ausentado la vida…. Y han enmudecido las campanas.
