Hace ya casi 25 años, y tras varios intentos de derrocamiento planeados desde la Casa Blanca, el presidente estadounidense Ronald Reagan decidió el 14 de abril de 1986, días después de una masacre de soldados norteamericanos en un atentado en una discoteca de Berlín, un «bombardeo quirúrgico» -así lo llamó- de las residencias presidenciales de Gadafi. El dictador se salvó, aunque perdió una hija adoptiva. Y no fue cuestión de suerte. Simplemente, el primer ministro italiano Bettino Craxi le dio el chivatazo. Esta vez no pudo hacerlo, entre otras cosas, porque ya lleva muerto 11 años. Así que, por eso mismo, el coronel no se prodigó en apariciones televisivas. Simplemente, desapareció.
Y es que el líder libio se limitó a amenazar, por escrito, a los presidentes de Estados Unidos, Barack Obama, y de Francia, Nicolas Sarkozy, al primer ministro británico, David Cameron, así como al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon. El portavoz gubernamental, Ibrahim Moussa, fue el encargado de leer la misiva.
Los líderes occidentales se «van a arrepentir si interfieren -como ya han hecho, de todos modos- en los asuntos internos de Libia». Así lo manifestó el coronel, a quien Reagan apodó como el perro loco. Puede que su salud mental no esté bien, pero lo que resulta evidente es que miente, como solía hacer hace 30 años, pero los tiempos han cambiado, el mundo está mejor comunicado, y lo más importante: es previsible y nadie le cree.
Por eso la ONU receló de él cuando ofreció una tregua a los rebeldes el pasado jueves y, sobre todo, cuando respondió que habría un alto el fuego cuando se dio luz verde a la resolución del Consejo de Seguridad.
Poco duró el optimismo entre los más ilusos -o no tanto-, como Rusia, que condenó que se estuviera fraguando en París el plan de ataque contra Trípoli cuando el coronel había prometido, horas antes, poner fin a los combates. El perro loco decidió no esperar a que se reunieran las potencias occidentales y comenzó atacando Misrati y otras ciudades rebeldes. Por enésima vez, denunció que las bandas de Al Qaeda estaban disparando a sus tropas.
No contento con esto, y viendo que las fuerzas internacionales no respondían, las tropas de Gadafi comenzaron el bombardeo al bastión más importante de sus opositores, Bengasi, que iba a caer, de no haber actuado la fuerza internacional, en cuestión de días.
En su ataque, las fuerzas leales usaron carros de combate, rampas de lanzamiento de misiles Grad y artillería pesada, mientras los aviones de combate bombardearon diversos puntos de la ciudad, según aseguraron testigos a la cadena de televisión catarí Al Yazira. Asimismo, obuses de gran calibre cayeron sobre el complejo deportivo de la ciudad, sobre un campamento de la Cruz Roja y cerca de un hotel repleto de periodistas.
El presidente del Consejo Transitorio libio, Mustafá Abdeljalil, señaló que, con las primeras luces del alba, los hospitales y las clínicas privadas se vieron «desbordados» por el número de muertos y heridos. Posteriormente, se confirmaron 26 bajas.
Sorprendidos por esta fulgurante ofensiva, los rebeldes emplearon un avión MIG 23, recuperado en la toma de Bengasi en febrero, pero fue abatido. No obstante, se reorganizaron y contraatacaron inflingiendo a sus enemigos duras pérdidas, amén de requisar carros de combate y lanzamisiles.
El siguiente movimiento de esta dramática partida de ajedrez ya lo ha dado el perro loco: utilizar escudos humanos tanto en sus residencias -para evitar bombardeos quirúrgicos- como en las posiciones subrayadas en rojo por la aviación internacional. El iluminado líder aseguró que miles de personas -que se echaron a las calles de Trípoli- darían su vida por él.
