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Vivir descomplicado

No soy nada cuando no amo (Victoria Ocampo)

por El Adelantado de Segovia y David San Juan
20 de septiembre de 2025
en Tribuna
DAVID SAN JUAN
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Se escucha mucho últimamente el palabro «descomplicarse». Palabro, que no palabra, además de por no estar recogido en el diccionario de la RAE, por lo artificioso de su construcción y lo espantoso de su significado. Porque descomplicarse quiere significar no rayarse, ir de tranqui, pasar de todo lo que no le compete a uno, evitar el compromiso. En suma, no involucrarse en nada que no sea el propio bienestar. Pues qué bien.

Hace unos años, un viejo conocido me confesó lleno de gozo, tras lograr una prejubilación muy ventajosa (y temprana) por la que llevaba tiempo peleando, que por fin había logrado el gran objetivo de su vida: no tener que madrugar. La anécdota, les aseguro que real, me sigue provocando algo parecido a la vergüenza ajena cada vez que la recuerdo. Huelga decir que a este sujeto jamás le conocí actividad alguna relacionada con procurar el bien a los demás. Un campeón en el refinado arte de vivir descomplicado.

Frente a este horrendo palabro, frente a este perverso concepto, yo opongo otro que, además de ser su contrario, a mí me parece la palabra —esta sí lo es— más hermosa del castellano: desvivirse. Desvivirse (DRAE: Mostrar incesante y vivo interés, solicitud y amor por alguien o algo) es no guardarse nada, es darlo todo, es arriesgar, aventurarse, salir de sí, vivir para otros. Es renunciar a la propia vida para hacer vivir a los que te rodean. Es madrugar para los demás.

En nuestro día a día, podemos descubrir ambas realidades a poco que observemos con atención: la descomplicación y ¿el desvivimiento, la desvivencia…? Lo suyo sería militar en uno de los dos bandos. Aunque, claro, siempre podremos encontrar un cómodo punto medio en el que, sin exigirnos demasiado, logremos aquietar la conciencia con pequeños gestos. Muchos estamos instalados en él. Quizá no sea lo más heroico, pero, al menos, es bueno ser conscientes de ello por si algún día nos da por ir más allá. Otros sí han sabido hacerlo y por eso son motivo de escándalo y de admiración.

Recientemente, se ha publicado un libro que está llamando mucho la atención: El loco de Dios en el fin del mundo, de Javier Cercas, ed. Random House, que ya ha sido oportunamente valorado en El Adelantado este mismo mes (Francisco Muro de Íscar el día 4; Jesús Riaza el día 7). En él, el autor, laicista y anticlerical, acompaña al Papa Francisco en su viaje a Mongolia. Allí conoce a los misioneros destinados a esta «última frontera» y alucina preguntándose qué los ha llevado allí. La fe, concluye, es un superpoder que los mueve a hacer lo que hacen. La fe, diríamos en el argot teológico, es una gracia. Una gracia que, al que lo cubre, al que lo engancha, lo empuja sin remedio a desvivirse.

Pero los misioneros, esos extraños desvividos por el amor de Dios, no sólo están en Mongolia, o en Haití, o en Madagascar. También se cruzan con nosotros por la calle. La semana pasada, Segovia ha despedido a las Religiosas de María Inmaculada, mujeres que llevaban más de 50 años en la ciudad acogiendo, refugiando, orientando a jóvenes con graves problemas de adaptación social. Mujeres que, libremente, renunciaron a una vida descomplicada, desviviéndose para abrazar las complicaciones vitales de otras incapaces de superarlas por sí mismas. En lo íntimo, en lo privado. Y es que desvivirse no requiere de trompetas ni de pregones. Quizá todo nazca de una profunda convicción personal, de una moción interior inexplicable. Fe, gracia, superpoder, grandeza del corazón; por aquí va la cosa.

La cuestión es que toda esta jerigonza de oblaciones y omisiones, de renuncias y entregas, no sólo es aplicable a lo divino, sino que también es la clave del amor humano. De lo que es y lo que debe de ser. No sólo del amor maternal, al que se le supone la incondicionalidad, sino muy especialmente del amor entre un hombre y una mujer. Y es que amar en pareja es complicarse, involucrarse, exponerse, desvivirse más allá incluso del sentido académico del término en un acto de libertad absoluta. Amar es querer dar la vida, ofrecerla por el ser amado. Amar es descentrarse, es convertir al otro en el centro de tu vida y hacerlo convencido de que así serás feliz al procurar hacerle feliz a él, a ella. Amar es un acto radical que compromete la existencia. Así de sencillo cuando se explica, así de arduo cuando se intenta llevar a la práctica. Y todo ello, sin anular la propia personalidad, que amar no es claudicar, sino necesidad de crecer junto al otro. Cosa distinta es que luego la realidad, la convivencia, nuestros propios errores, puedan llevarnos a un doloroso fracaso, como desgraciadamente muchas veces ocurre. Pero este riesgo no debe retraernos de realizar la apuesta más importante de nuestra vida: todo al rojo.

Por el contrario, cuando el amor se entiende como algo tibio, circunstancial, un episodio sobrevenido —agradable, eso sí— que merece escrutinio, un «vamos a ir viendo cómo va la cosa», un «estamos bien así, vivamos descomplicados», la película cambia por completo, la decepción barre el lugar que ocupaban las ilusiones y los palos del sombrajo, que semejaba sólida techumbre, corren el riesgo de caer con estrépito. Si el amor termina convirtiéndose en una especie de contrato concebido para salvaguardar las individualidades, es que no habremos entendido nada. Porque el amor, todo tipo de amor, el humano y el ofrecido a Dios, compromete y complica, interpela, exige, duele, puede llegar a agotar, pero, y esto es lo más grande, eleva y salva.

Salvarse. Esta sí que es una palabra hors catégorie. Para entenderla en toda su extensión, en toda su potencia, hay que recurrir a las imágenes, que hablan más claro que los diccionarios. Nada más expresivo, más elocuente, nada más tierno y provocador que ese matrimonio de ancianos que, seguros e inseguros a la vez, con pasitos cortos, caminan de la mano por la calle. Con las antiguas desavenencias, que tuvo que haberlas, olvidadas, superadas, enterradas a base de roce y de cariño, a base de cesiones mutuas y conquistas compartidas. Dos vidas tomadas de la mano plenamente vividas, desvividas, consumidas por amor al otro. Dos vidas complicadas, enredadas por amor. Salvarse en pareja, salvarse el uno al otro… ¿Es posible aspirar a más?

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