Mesa Esteban Drake
Hoy he vuelto a tener entre mis manos una pequeña joya literaria, “El arte gótico en España” del Marqués de Lozoya, libro que he consultado en muchas ocasiones sin reparar demasiado en quién aparece como coautor, mi querido amigo, su sobrino, Luis Felipe de Peñalosa, quien años después de esta publicación sería mi suegro. Este ejemplar, publicado en 1935, el número cuatro de dicha edición, procede de la biblioteca de mi tío abuelo Antonio Goicoechea, cuyo ex libris recoge. Todos mis afectos reunidos en dicho libro. Curiosa coincidencia.
No es mi intención hablar del arte gótico en estos breves recuerdos, sino de los distintos viajes y visitas a lugares históricos que hicimos de jóvenes con Lozoya. El Palacio Real de Madrid, donde tuvimos el privilegio de escuchar las músicas y sonidos de los carillones de sus muchos relojes. También la visita a la Casita del Príncipe del palacio de El Pardo restaurada por él, entre muchos otros monumentos. Y las estancias en la Ibiza de los años sesenta.
Alguien ha dicho que viajar con Lozoya era como viajar con la enciclopedia de la Historia del Arte al lado. Sin embargo, a pesar su sabiduría no se puede describir la personalidad de Lozoya sin hablar de su sencillez y modestia.

De todos estos viajes, del que mejor recuerdo tengo es el que hicimos a Extremadura. Un buen día salimos de viaje los Lozoya y yo, como amiga acompañante, hacia esas tierras. Fuimos cantando algo que todavía resuena en mi memoria: “Ya se van los Lozoya a la Extremadura, ya se van…”.
En ese viaje extremeño nuestro destino era el monasterio de Guadalupe, de origen Jerónimo, que pasó a manos de la orden franciscana desde 1908 hasta la fecha. Llegamos al monasterio y el recibimiento fue entrañable dada la importancia que para la comunidad tenía la visita del Marqués de Lozoya.
Ahí empezó la magia. No siempre se tiene la oportunidad de absorber su espiritualidad y su arte como sucedió en aquella ocasión.
Arte mudéjar, gótico, renacentista, inundaba aquel lugar. Llegamos de noche, cenamos con los monjes y con una serie de arquitectos que estaban tratando de resolver una invasión de termitas en las cubiertas. Comenzamos un recorrido después de cenar por las alturas y cresterías del monasterio, un recorrido entre mágico y poético.
No sé dónde durmió el resto de excursionistas. A las chicas nos destinaron un dormitorio enorme, a caballo entre lo gótico y telúrico, que me produjo cierta inquietud. Todo se disipó a la mañana siguiente cuando, después de desayunar en el refectorio con los mojes, realizamos una visita a la colección de Zurbaranes. Explicados por Juan Lozoya, fue una experiencia irrepetible.
Es imposible olvidar este viaje. Fue un privilegio. La humanidad de Lozoya se me quedó para siempre en el alma.