Estamos llenando la universidad de indeseables. Siempre los ha habido, pero ahora son los dueños de la situación en muchos centros universitarios españoles. Y están entre los profesores y entre los estudiantes. La pandemia y las redes sociales han incrementado notablemente la capacidad de los primeros y sus armas para salirse con la suya: aprobar sin estudiar. Han descubierto las múltiples debilidades de un sistema que deja sin recursos a un profesor para intentar evaluar qué capacidades y competencias han adquirido a lo largo de un cuatrimestre, porque ya no hay cursos, una de las estupideces mayores que hemos incorporado sin pensar en sus efectos del llamado Plan Bolonia. Sencillamente no hay un periodo de tiempo lo suficientemente amplio (un curso, nueve meses) para conocer bien a los estudiantes. Los profesores de calaña similar a estos estudiantes que no quieren trabajar han logrado igualmente que cada vez sea más difícil que el talento y la dedicación de sus mejores colegas tenga efectos prácticos en el control de la institución.
Con la crisis del Covid, la convocatoria de primavera-verano de 2020 se convirtió, en términos generales, en una burla. Nunca había aprobado tanta gente en el conjunto de la universidad española. Y no hay pruebas de que el temido virus tenga efectos secundarios positivos sobre la capacidad intelectual del personal. Todos sabemos por qué mejoraron tanto las notas, salvo el presidente de la CRUE, que declaró sin rubor que la universidad española era estupenda porque así lo reflejaban las inmejorables calificaciones que se habían dado en todas las facultades.
Según se acercaba la fecha de los exámenes en enero-febrero de 2021, la bazofia estudiantil intentó en muchos sitios repetir suerte y volver a conseguir los mejores resultados de la historia de España. Presionaron al ministro, que hizo bien en quitarse de en medio en un asunto que correspondía resolver a las universidades. La cordura de algunos rectores y decanos se ha impuesto en la exigencia de los exámenes finales presenciales en varias universidades.
El examen presencial tiene una ventaja indiscutible sobre otras formas de evaluación: hay bastante seguridad de que estás ante quien dice ser. Luego se podrán discutir otras apreciaciones sobre la evaluación continua y su idoneidad sobre las que los expertos han escrito miles de páginas. Normalmente parten de que los estudiantes y los profesores son perfectos en su voluntad de aprender y enseñar. Cuando se les dice que la realidad demuestra de manera fehaciente lo contrario en bastantes casos, responden invariablemente que hay que formar a unos y otros para que lo sean. Lo que no dicen nunca es qué hacer mientras se consigue. La cuestión que de verdad importa es: si no se puede conseguir profesores y estudiantes perfectos en la vida real ¿por qué empeñarse en actuar como si lo fueran?
No faltan profesores universitarios verdaderamente entregados a enseñar y a hacerlo del mejor modo posible; ni estudiantes que realmente quieran aprender y adquirir esas competencias tan necesarias para adquirir un sentido crítico bien fundado. No hablo ahora de estudiantes listos y menos listos, sino de interesados o no en aprender. Buenos profesores y buenos estudiantes (imperfectos desde luego unos y otros) se enfrentan a diario con unos colegas sinvergüenzas que les desprecian sin recato por idealistas o por empollones y en ambos casos por insolidarios.
Es fácil ser cobarde y ser valiente sale caro, ya lo dice sabina. Y hay que reconocer que son los alumnos los que llevan la peor parte en la vida cotidiana. Se nota en clase: nadie responde a las preguntas que el profesor dirige al aula en busca de un diálogo que enriquezca la explicación. Los ignorantes ejercen un auténtico terrorismo, porque no toleran —como en los institutos y colegios— que el talento destaque. Y lo consiguen mediante murmullos o palabras bien claras de descalificación en el aula o el acoso en las redes sociales. En los trabajos en equipo basta con conseguirse a uno que “curre”. En las películas americanas los “malotes” se quedan en el pueblo con empleos de mierda y estos acosados vuelan a la universidad. En nuestras ciudades rara vez se abandona siquiera el barrio: el primer criterio para elegir universidad (incluso carrera) es la cercanía al domicilio.
El milagro ha sido que la proximidad de los exámenes ha transformado a una multitud de juerguistas, que en octubre llenaba literalmente las calles de las ciudades universitarias en forma de tropel de borrachos gritones, en unos jóvenes responsables preocupados por no contagiar y transmitir la temible enfermedad a sus más allegados, convertidos ahora en grupos de riesgo ¡Todo un milagro!
«Reformar la universidad es un empeño arduo, difícil y probablemente imposible a partir de cierto nivel»
La cercanía de las pruebas ha llevado a presionar a los profesores, incluso con amenazas de denuncia a decanos y rectores. Y siempre con las temidas reclamaciones que colocan al profesor en una posición incómoda por mucha razón que tenga. No es extraño que muchos cedan: en el modo (on line, virtual lo llaman otros, que es como con copia libre y tolerada) o en el resultado (aprobados generales disimulados con algunos notables escalfados)
¡Ya les suspenderá la vida! Me decía uno harto ante una reclamación ¡por haber estudiado durante diez días! Esta agotadora dedicación a sus obligaciones da una idea de su futuro entusiasmo laboral.
Reformar la universidad es un empeño arduo, difícil y probablemente imposible a partir de cierto nivel. Negar su capacidad transformadora de la sociedad, a pesar de sus defectos, es mentir. Intentar su desaparición es un dislate. Cerrar la universidad sería como cerrar a la vez la cultura, el pensamiento, la ciencia… porque aunque todas esas cosas se den también fuera de ella (o se pueden dar) es la universidad la que les da sentido, la que pone la reflexión y, lo más importante, es allí donde se genera la capacidad crítica bien fundada y la discusión razonada.
Es difícil reformar la universidad, pero hay que lograr que en ella prospere el talento y la dedicación… y se reconozca.
