Encerrado en su agujero, en una habitación subterránea de la que apenas sale, un hombre feo, enfermo y malo, según definición propia, emplea su mucho tiempo libre en amargarse la vida lo más posible regodeándose en los episodios que considera más angustiosos de su propio pasado; angustia que en realidad, como sucede tantas veces, no reside en los acontecimientos sino en su propia visión miope de los mismos, en la mezquindad con que tiñe todas sus acciones.
No sé si las tragedias rusas son más trágicas que las demás o si es solo que la obra de escritores como Dostoievsky ha conseguido que el ruso termine por parecer el pueblo más trágico del mundo, pero desde luego el protagonista de “A propósito de la nieve”, la adaptación que el actor Vicente Díez firma y protagoniza y que pudo verse el sábado en la antigua cárcel, abunda en el tópico de que, naciendo en Rusia, uno está casi abocado a beber vodka en cantidades industriales, jugar mucho, revolcarse en el propio fango y, como remate, pegarse un tiro.
Ésta “A propósito de la nieve” está basada en la segunda parte de las “Memorias del subsuelo” de Dostoievsky y presenta a un funcionario ya retirado, solitario, amargado y convencido de que el mundo se ha conjurado contra él. La obra, que anticipa novelas como “Crimen y castigo” o “El jugador”, fue escrita en 1864, por un Dostoievsky que acababa de perder a su mujer y su hermano y que además se enfrentaba a graves problemas financieros por el cierre administrativo de varias revistas que dirigía y su adicción al juego. Vamos, una fiesta.
El protagonista, que se queja de que el mundo le hace el vacío, pero desprecia a cuantos le rodean y se enorgullece de no relacionarse con nadie, narra cómo acudió a una cena a la que no fue invitado con antiguos camaradas del colegio a los que no soporta y en la que se comportó como un patán impresentable. Posteriormente, completó la noche en un prostíbulo en el que conoció a una muchacha con la que se portó como un verdadero cretino, para pasar, días después, a una actitud digna del más absoluto de los miserables.
El montaje, realizado con sencillez escénica, responde plenamente a las necesidades del texto de Dostoievsky. El trabajo de Vicente Díez es tan bueno que una duda entre cruzarle la cara o procurar no tocarle por el asco que da; el escenario casi huele a repollo rancio y a orín viejo y la sensación del espectador es justo la que debe: si esto es la vida, más vale ser ruso y abrirse las venas, o nadar en vodka para intentar obviarla.
