Carlos Fontales salió un domingo de escapada con su pareja y encontró un nuevo hogar. Llegó por casualidad a Caballar, se bajó del coche y pasaron dos vecinas a su lado. Preguntó, por si sonaba la flauta: ”¿No habrá aquí una casa del alquiler?”. Dicho y hecho. Aquellas mujeres levantaron la mano hacia la izquierda: “Esa casa de ahí”. En una semana la tenía alquilada y allí sigue 10 años después este cestero, una figura contracultural que reivindica el placer de trabajar con las manos y una salida alternativa al sistema. A la “ratonera”.
Décadas antes, este madrileño, de 62 años, se fue a vivir a una aldea retirada de Galicia. “No soportaba la vida de la ciudad y lo que me esperaba”. Dejó atrás lo que llama “ratonera”, un sistema que entendía como predestinado y que le arrebataba la libertad de decidir. “Tienes 18 o 20 años y ves que la ratonera está preparadita. Con tu trabajito, tu parejita, tus hijos… Todo este rollo. Yo lo atisbé y dije que no, que nada de eso”.
«Los amigos decían: ‘¡Te vas a morir del asco en una aldea perdida!»
Su familia lo entendió; mantuvo una gran relación con sus padres y hermanos en la distancia. Venían a visitarle, un apoyo que aún agradece. “De cara al mundo es otra cosa. Los amigos decían: ‘¡Te vas a morir del asco en una aldea perdida!’. Pues no. Al revés, estaba encantado de la vida”.
La cestería llegó como pudo hacerlo cualquier oficio. “Al final te tienes que buscar una excusa para vivir en este mundo. Si no, la gente te está castigando con ese ‘¿A qué te dedicas?’ Así que encontré esa excusa, este engaño. Me vino muy bien porque vivía en una aldea perdida y no tenía apenas dinero”. La cestería tenía la ventaja de que no necesitaba más materiales que el entorno, unas tijeras y una navaja. “Se me puso a huevo”.
De manazas a manitas
Podría pensarse que Carlos era un “manitas» de pequeño. Nada de eso. “Yo era un manazas, como cualquier otra persona que nace en una gran ciudad y de pequeño lo único que hacen es educarle para introducirle en el sistema”. Al vivir en una aldea, la cestería fue una solución natural. En su caso, primero llegó el oficio y después las habilidades. Sus manos fueron cogiendo esa soltura con el paso del tiempo.
Carlos pasó muchos años en Galicia aprendiendo el oficio e investigando. “En ese momento la cestería prácticamente estaba desapareciendo. Tuve la oportunidad de viajar mucho por las aldeas más perdidas y aprendí mucho de cestería popular, de la que hacían los abueletes sin mucha intención comercial. Para mí aquello fue un auténtico descubrimiento porque no se dedicaban a ello; vivían de sus vacas o su barquita en el mar”. Su idea inicial es que todo ese conocimiento estaría registrado en libros y habría una cierta doctrina, pero encontró con un nicho por cubrir. De ahí que lleve muchos años compaginando la labor de aprendizaje con la docencia.
“No quería vivir ni mucho menos en una ciudad. Y apareció Caballar, de forma un poco casual”
Tras más de 20 años, Carlos necesitaba un cambio de aires y dejó Galicia. “No quería vivir ni mucho menos en una ciudad. Y apareció Caballar, de forma un poco casual”. Por medio, no le quedó más remedio que pasar un periodo temporal en la ratonera, pues su madre y su compañera residían allí. “Ten en cuenta que estás hablando con un pobre desgraciado que no tiene ni un duro”, subraya con ironía. “Quería un pueblo y me apetecía que fuera por Segovia porque de pequeño venía a veranear con mis padres”.
La casa, que llegó a alojar al maestro del pueblo, era del Ayuntamiento. Siguió allí su labor de investigación y las clases, aprovechando que la vivienda era grande y que el pueblo tenía un local ideal para sus cursos. Esos ingresos le han servido de sustento. Su compañera vive en Madrid y pasa épocas en Caballar. Él también viaja a la capital del ‘sistema’. ”Voy a la ratonera, pero bien cubierto de aceite para irme pronto”, sonríe.
El perfil de su alumnado ha cambiado mucho con los años. Al principio eran jubilados, amas de casa o niños. Hace unos 15 años llegaron veinteañeros o treintañeros y en estos momentos el 80% de la gente que va a sus cursos tiene entre 30 y 60 años. “Gente de ciudad, mayoritariamente, o profesionales de otros oficios. Los porqués son muy variados, pero ese perfil me permite enseñar cosas que con los mayores de edad estás más limitado”. Pese a la pandemia, se niega al formato online. “Sigo proponiendo cursos y me las arreglo como puedo. En el pueblo tenemos un espacio bastante grande”. Y en la carretera; ahora imparte cursos en León, País Vasco o Galicia.
La cestería popular es muy versátil y relacionada con el entorno. “Y una variedad inmensa. Era gente que necesitaba muchas cosas y se buscaba la vida para conseguirlas”. Habla de esparto, mimbre o caña, así como muchos nuevos usos para un oficio que reivindica su utilidad en 2021. “Hacer cosas con las manos es un placer. Más allá de la utilidad que te pueda reportar luego lo que hagas, el mero hecho de hacerlo ya es importante. No estamos hablando de unos cestos que estaban por ahí y que ahora no tienen sentido; puedes aplicar esas técnicas y materiales a muchas cosas”.
Calzado, vestimenta, construcción y una infinidad de ejemplos. Carlos habla de la trampa de solo valorar lo remunerado. “Los materiales, el ritmo que impone hacerlo… Todo lo que eso conlleva está en guerra con este mundo. ¿Qué sea rentable? Por ese lado no hay nada que hacer. Es el anonimato de la cestería popular contra la firma. Hay que reivindicar este oficio. Son cosas útiles, que te reportan placer y suponen un enfrentamiento con el mundo”.
