Un periodista extranjero me preguntó recientemente sobre los asuntos que la Transición aún no habría cerrado, y como todos los constitucionalistas dicen, le cité el título VIII de la Constitución, (la Organización Territorial del Estado) en el que no se hizo una referencia clara a la distribución de competencias entre las autonomías y el Gobierno central. Pensé en decirle que la mal denominada ‘memoria histórica’ era otro, pero llegué a la conclusión de que ese es un asunto que no surgió en la Transición, sino en un laboratorio político muchos años después en búsqueda de una estrategia que permitiera a sus promotores perpetuarse en el poder.
Los políticos de la Transición sacaron del debate político las querellas del pasado, conscientes de que sobre ellas era muy difícil unir a una sociedad que anhelaba parecerse a sus vecinos europeos y construir sólidamente una democracia, razón por la cual el debate sobre la II República, como decía el historiador Santos Juliá, cayó en el olvido. Los italianos, ellos tan finos para tantas cosas, tienen dos formas distintas para “olvidar”: dimenticare (sacar de la mente) y scordare (sacar del corazón). El general Manuel Gutiérrez Mellado, usó la primera acepción cuando aconsejó a Felipe González que esperara antes de abordar públicamente temas relacionados con la Guerra Civil y la Segunda República. Según una entrevista concedida por González, Gutiérrez Mellado le dijo: «Debajo de las cenizas todavía hay rescoldos ardiendo que hay que tratarlos con cuidado. En España deberíamos esperar a que mi generación, la mía, no estuviera, para intentar hacer con más calma y más perspectiva una revisión de lo que ha pasado». Este consejo reflejaba la preocupación del general por las heridas aún abiertas en la sociedad española y la necesidad de abordarlas con prudencia y perspectiva temporal. Con posterioridad el presidente Felipe González rescató a Gutiérrez Mellado nombrándole consejero de Estado permanente, en reconocimiento a su valía y compromiso con la democracia. Estas declaraciones ilustran la cautela con la que se trataban los temas históricos sensibles durante la Transición española, priorizando la estabilidad y la reconciliación nacional.
Como dice Alessia Putin en su apasionado, pero razonado, alegato en defensa de Europa, El rearme occidental. Un nuevo impulso al orden liberal, actualmente la identidad se define por la “herida” pero no por el proyecto común, ni por todos aquellos logros por lo que debemos estar orgullosos. Esta retórica de la discordia, ni es nueva ni es sólo española. No lo olvidemos precisamente ahora, septuagésimo quinto aniversario de la declaración Schumann, con la que los padres europeos dieron una solución imaginativa y exitosa a una crisis envenenada como era la situación en la cuenca minera del Ruhr, gracias a la cual se hizo realidad uno de los mayores triunfos políticos de la humanidad: la Unión Europea. Ese descontento o pesimismo con nosotros mismos se extiende actualmente por las democracias occidentales, me temo que, animado por los enemigos de las sociedades abiertas.
Enemigos que tuvieron su canto del cisne en 2016, “año cero de los populismos”, con los referendos sobre el Brexit o Cataluña, el primer Trump, o la primera Secretaría General del PSOE de Pedro Sánchez antes de que le expulsaran del partido, entre otras cosas, por su proyecto de ruptura del pacto constitucional: “no es no”.
Llevamos por tanto diez años en los que como dice Ignacio Varela el sanchismo ha desterrado de los usos políticos cualquier mecanismo de concertación política y de lealtad institucional fomentando un “cisma bipolar”, código genético de su existencia, en el que no se deja de perder la ocasión para horadar la construcción del estado democrático, social y de derecho que nos dimos en 1978, y en el que entre otras cosas, se colocó en el centro de la acción política, la dignidad del ciudadano y la búsqueda del bien común. Precisamente lo que se cuenta en Consolidar la democracia. El Gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo (1981-1982) de los catedráticos Vidal Pelaz y Pablo López, donde se describe cómo Calvo-Sotelo no quiso condicionar el diseño autonómico consagrando la desigualdad de catalanes y vascos en un diseño “asimétrico” del Estado, como le hubieran agradecido parlamentariamente con sus votos los nacionalistas.
Volviendo a la actualidad, como nos recuerda José Luis Álvarez en Los presidentes españoles: las claves de su liderazgo y estilo de Gobierno el poder revela cómo es la gente, (si quieres conocer a Luisillo, dale un carguillo, dice el dicho) y tras siete años de sanchismo hemos podido comprobar que ninguna de las reformas profundas que necesita España, como las concernientes a infraestructuras del sistema energético o ferroviario, la educación, la fiscalidad, la financiación autonómica, la ley electoral, las pensiones, la caja de la Seguridad Social, las administraciones públicas o el mismo aggiornamento de la propia Constitución, son posibles sin la colaboración de Gobierno y oposición. Nada de esto es viable en el ambiente que se ha propiciado desde un Gobierno que cuenta únicamente con los votos de independentistas o partidos que cuestionan nuestro sistema político constitucional y abiertamente hablan de derogarlo mientras sus miembros son nombrados en los consejos de empresas públicas o en sensibles puestos de control judicial. Como nos recuerda Álvarez, el presidente del Gobierno está de salida, y tras llegar al poder a través de una moción de censura -primera vez que ocurre- en el debe de su legado, estará el pacto Frankenstein (como decía Alfredo Pérez Rubalcaba), la inconstitucionalidad del Estado de alarma, la rebaja en los delitos de sedición y malversación, los indultos, la amnistía, la corrupción, las puertas giratorias, “los cambios de parecer”, el fin de la política penitenciaria de los presos de ETA, la cesión en formato saldo, de las competencias del Estado a Cataluña y País Vasco, la degradación institucional y el enfrentamiento con las principales instituciones del Estado, el abandono de la neutralidad (fiscalía general et altri), la pérdida de peso político en nuestras relaciones internacionales, la cogobernanza que nos ha llevado a la parálisis del Estado y a la delegación de competencias con resultados, a veces, dramáticos como la DANA de Valencia. ¿Y en el haber?, dirán que Ley de eutanasia, Ley de libertad sexual o del «solo sí es sí», la Ley trans y LGTBI, la reforma de la Ley del aborto, la Ley de vivienda, la reforma laboral, la Ley de memoria democrática, la Ley Celaá o LOMLOE, la Ley de igualdad de trato y no discriminación, la Ley de cambio climático o las subidas del salario mínimo interprofesional. Sinceramente, creo que, salvo lo último, no solo no han mejorado la vida de los españoles, sino que en algunos casos la han empeorado, además de dejar ciertas bombas de explosión retardada, que dificultarán al “sucesor de Pedro”, enderezar la situación.
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Pablo de Zavala Saro, es director de la Fundación Transición Española
