Este domingo celebramos la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, lo que nos lleva a preguntarnos, ¿cómo reina Jesús?, ¿cuál es su potestad? Creyentes de todas las épocas han pensado que el reinado de Jesús debía ser un reinado de fuerza y violencia contra el mal, de forma que este fuera eliminado y terminara de una vez para siempre. Pero verdaderamente no es así. En el Evangelio vemos que Jesús es coronado rey precisamente en el momento de su mayor impotencia, cuando ha sido crucificado. Durante su vida, cuando mostraba su poder a través de los milagros, Jesús no admitió una coronación. Solamente cuando fue juzgado, condenado y crucificado por los poderes de este mundo, aceptó que sobre su cabeza colgara el letrero que le reconocía como rey.
En la colección de cuentos escritos por J.R.R. Tolkien y publicada póstumamente con el nombre de Silmarilion, el primero de los relatos nos cuenta cómo fue la creación del mundo. El Dios único, llamado Eru, crea a través de la música, dando a sus primeras criaturas, los Ainur, una melodía que ellas debían desarrollar. Una de estas criaturas, la más bella y poderosa de todas, llamada Melkor, quiere introducir sus propias variaciones en esta melodía, queriendo dominarla. Pero al hacerlo, genera estridencias. Por tres veces, ante el desconcierto de todos, Eru para la música y abraza estas estridencias incorporándolas en una melodía aún mayor. Finalmente, Eru revela que no importa cuán fuertes sean estas estridencias que Melkor no dejará de provocar, ya que su poder radica precisamente en la capacidad de generar siempre una nueva melodía.
Encontramos aquí una hermosa imagen de lo que vemos suceder realmente en la cruz. Allí vemos a Jesús rodeado de burlas y desprecios de los jefes de sacerdotes y de los maestros del pueblo, de los soldados, e incluso de los que están crucificados con él. Pero Jesús calla y espera. Y, en medio de este cúmulo de gritos e insultos, de repente, se abre una nueva melodía. Uno de los que están crucificados con Jesús abre su corazón y es conducido súbitamente hacia el corazón de Jesús a través de tres pasos.
Primero, el malhechor se reconoce dentro de una masa de pecadores. Somos nosotros, por nuestro deseo de poseer y dominar, los causantes del sufrimiento, de las estridencias que el mal provoca en el mundo. Y justamente padecemos de alguna forma este sufrimiento que nace de nosotros mismos o de la injusticia de otros hombres. Pero, en segundo lugar, el condenado junto a Jesús, reconoce en él una inocencia inaudita: este no ha hecho nada malo. Pero ¿por qué entonces está este aquí, crucificado, si es el verdadero inocente?
Y entonces da un nuevo paso sorprendente. No pide a Jesús que muestre su poder con violencia y arrase a todos, para librarse a sí mismo y liberarle a él de su suplicio (como había pedido el otro ladrón). Simplemente le pide que no le olvide, que se acuerde de él. Esta es una petición asombrosa, siendo hecha a uno que está a punto de morir. Cuando estamos junto a una persona que muere, suele ser él el que nos pide, a los que permanecemos vivos, que no le olvidemos y, nosotros, los que insistimos con flores y palabras, que no le olvidaremos. Pero aquí sucede al revés. Ciertamente, si pide a Jesús que no le olvide, es porque cree que vivirá. Y Jesús responde que también él vivirá: Hoy estarás conmigo en el paraíso. El poder de Jesús consiste en haber establecido una alianza que el mal y la muerte no pueden romper. Él permanece en su amor por nosotros más allá del abismo de la muerte y de todo el mal que podamos inyectar en su creación, movidos por el engaño de pretender salvarnos a nosotros mismos y a nuestras obras. Basta con que nos volvamos a él, le reconozcamos como el inocente y le pidamos que no nos olvide, para que realice una nueva creación en nosotros, que integre y transfigure todas nuestras heridas.
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* Obispo de Segovia.
