Dios creó un ángel de luz, el más bello de todos; pero ese ángel se lo creyó demasiado y se rebeló contra él, sintiéndose poderoso; entonces Dios lo arrojó fuera de su lado y lo mandó al infierno (que si Dios está arriba, el infierno no puede estar sino abajo pues estar abajo es lo mismo que estar lejos de Dios: el infierno es, simplemente, el inframundo).
Pero Dios también se retrata en la parábola del hijo pródigo. Recibe a sus hijos descarriados cuando vuelven a casa, y Luzbel es el más descarriado de todos sus hijos; aunque el diablo es demasiado orgulloso para volver a la casa del padre, a pesar de que todas las criaturas volverán al final de los tiempos al seno de su creador (que es lo que, entre los siglos II y III, afirmaba Orígenes de Alejandría: lo llamaba apocatástasis). José Antonio Abella toma esta idea vertebradora como eje de su nuevo libro (Agnus diaboli) e intuye que debe haber un mediador entre Dios y el diablo para que se produzca el regreso; ese mediador bien podría ser un hombre (¿y por qué no una mujer?). “Ése es también el aliento”, dice el autor, “que impregna un librito que Giovanni Papini escribió al fin de sus días”: se trata de Il diavolo. Y cita también al portugués Eça de Queiroz (El señor Diablo) haciéndose eco de que “el diablo es la figura más dramática de la Historia del Alma” (Hegel habría dicho “de la fenomenología del espíritu”).
La estética no debería ser sólo una búsqueda de las cosas bellas, sino más bien de la belleza, aunque tenga que ser a través de los seres feos: bien lo entendió el Romanticismo cuando miró con ternura al alma bella de algunos de estos seres (piénsese, si no, en Salvatore Quasimodo); Víctor Hugo también escribió largos e inflamados versos sobre la figura de Satanás. Y una ópera conocida de los tiempos modernos (Jesucristo Superstar) se inclina ante el alma torturada de Judas, más víctima que protagonista de su desgracia.
José Antonio Abella nos propone en Agnus diaboli una visión un tanto heterodoxa de esta figura. La historia transcurre en una ciudad imaginaria llamada Agghiarka. Kirlian es padre de Olga, y dos drogadictos lo son de Djavnina; pero al convertirse en padre adoptivo de Djavnina, ésta se transforma en una especie de doble de la desaparecida Olga. Jozseph Kirlian es salvado por un enigmático extranjero, de nombre Goggins, cuando intenta suicidarse, desesperado por el recuerdo de su hija muerta; Goggins, trasunto de Gog, rey de Magog (otro personaje de Papini), es un hombre misterioso que a veces tiene rasgos diabólicos y a veces divinos; y es divino pero heterodoxo. Goggins consigue que Jozseph aloje en su casa, como inquilino, a aun joven matemático y estudiante de teología: el portugués Simao de Magalhaes, que muy pronto se convertirá en preceptor de Djavnina.
Simao, como Jozseph, es agnóstico. Y los enredos de Goggins terminan comprometiendo a Jozseph para construir una estatua del diablo que recuerde la leyenda del puente de San Küpriam sobre el río Gaamkar (trasunto del acueducto de Segovia). Busca inspiración en el Giotto, en Miguel Ángel, en el Taufel de la ciudad alemana de Lübeck, y cómo no, en el puente de Rimini en tiempos del emperador Tiberio; pero su mayor inspiración es un fraile español del siglo XVIII (el padre Echeverz), de quien toma que el diablo es amante de los placeres, especialmente del buen yantar (y la futura estatua lo debe representar gordo) y de la carne (focalizada en su vientre); el “pito” que hay entre sus piernas es más bien un órgano inocente y nada lúbrico. El buen yantar recuerda también la economía de la ciudad, centrada en el cordero asado: de ahí que el inocente diablillo (al que algunos acabarán llamando “Agghiardeo”), que en una mano tiene un teléfono móvil, tenga en la otra un corderillo; y al no ser cordero de dios (agnus dei) tiene por fuerza que serlo del diablo (agnus diaboli); un cordero que representa la pureza y el sacrificio, y, desde luego, el buen vivir (dice Simao que el bueno de Aggiardeo es un bon vivant).
La acción discurre, de episodio en episodio, ejerciendo un poder de atracción sobre los lectores; una atracción que no decae y que, además de entretener, enseñar y obligarnos a pensar, eleva nuestro espíritu hasta las regiones más etéreas de la mente humana. Pasaremos de puntillas para no destripar la novela. Bástenos decir que al final, poniendo en la pluma de Papini la historia de la papisa atea, desfilan ante nuestros ojos las figuras de dos mujeres relevantes: Antonieta, toda entereza ante la muerte en la guillotina, y Giovannina, jugando al anacronismo con San Juan de la Cruz, Miguel de Molinos y Orígenes de Alejandría. También aparece, camuflado en la figura de James S. Thomas, un conocido escritor castellanoleonés. Y no pasemos por alto que el nombre de Giovannina se parece extrañamente al de Djavnina.
Tres son las escuelas que ejercen influencia en Djavnina. La del vicio, encarnada en la taberna El Parthénope, un tugurio infame donde una stripper, incisivamente caracterizada como boa constrictor, se arrastra en la misma corrupción y el mismo barro que los padres de Djavnina (que dormitan ausentes bajo los efectos de la droga); el colegio de las hermanas karolas, una escuela exclusiva, de enseñanza religiosa, que está reservada a las familias pudientes de la ciudad; y Simao, cuya sabiduría eleva a la pequeña más allá de los límites del saber. Ketty, amiga de Jozseph, es el modelo que la guía en las cosas de la salud del cuerpo, y Simao la guía en las cosas del alma. Sin dejar de lado la admirable casa de la cultura construida en Nueva York por el multimillonario Maggog, dueño del GHO Empire: se trata del New Serapheum, cuya biblioteca combina la sabiduría antigua con la tranquilidad del alma.
La buena literatura nos entretiene, nos enseña, nos hace pensar y nos deja una sensación de plenitud (digo bien plenitud, no saciedad); cuando nos saciamos nos hartamos, pero la plenitud nos llena de felicidad y la felicidad es mayor cuanto más llenos estamos de ella; que no provoca hastío en la saciedad, que no provoca hartazgo. Nos satisface el entretenimiento, pero la plenitud nos eleva sobre las cosas, no se trata de matar el tiempo sino de llenarlo; de llenar el espíritu, no sólo de llenar la panza.
Cuando una historia nos mantiene en suspense o nos tiene en vilo, entonces la vivimos con emoción; por eso nos entretiene, que entretener es satisfacer las ganas de no aburrirse y cuando no decae la atención, los episodios se encadenan sin dejar tiempos muertos; unas veces de un modo tranquilo, otras trepidante.
Si además aprendemos cosas tenemos la satisfacción que nos da lo nuevo, que es como una aventura intelectual con sus peligros y sus sorpresas; una odisea (noodisea, decía Miró Quesada).
También nos puede hacer pensar, sea para descubrir un misterio (desechando, como el detective, las pistas falsas), o bien cerrando finales abiertos porque el autor no ha querido cerrarlos; y eso sólo para que pensemos.
Entretiene el juego, enseña el maestro y la investigación nos ejercita: entretener, conocer y pensar, todo eso lo puede hacer la literatura; pero lo que verdaderamente la define es su elevado espíritu de trascendencia. En Agnus diaboli el autor no cae en el “pecado capital de todo escritor, que es el de aburrir a sus lectores” (p. 14); tampoco deja de enseñarnos algo del pensamiento de algunos autores de la tradición cristiana, ni de retar continuamente a nuestro pensamiento; pero lo que más nos cautiva es la sensación de plenitud que nos invade después de haber leído la novela. La belleza viaja a lomos de un estilo que alcanza cotas de increíble belleza, y cotas, también, de una ternura insoportable. Después de cerrar el libro flotará sobre nosotros una bruma; y nos dejará durante mucho tiempo en las mágicas regiones donde los sueños se abrazan.