No hay que darle muchas vueltas para darse uno cuenta de la dificultad que supondría el intento de definir la obra de David Lynch. Más que una descripción de “un estilo propio”, que podría resultar obvio, debería exigir algo más que un conato de determinar una línea de creatividad alejada de los patrones y de los órdenes de cualquier género, obligando al reseñador a zambullirse en una especie de ensayo descriptivo. Claro, siempre desde la interpretación subjetiva de todos y cada uno de los estímulos emitidos desde los más que improbables parámetros que abarcan desde el absurdo al más hipnótico de los “surrealismos”. Independientemente, intentar definir la obra de Lynch, es muy probable que también constituya una estéril y a la vez gratificante tentativa para entrar al debate, queriendo buscarle sentido a la mayoría de las secuencias, a los propios personajes y generalmente, a todos aquellos simbolismos solo reconocibles en una fascinadora e inquietante narrativa del ámbito de lo onírico.

Así que, como sé que todo esto es mucho lío y siendo consciente del aprieto que supone, me uno a la imposibilidad de una mayoría para darle algo de sentido a todo ese universo creativo. Eso sí, lo percibo sin la decepción presumible que podría significar el hacerlo desde una perspectiva racionalista o a través del prisma del más estricto de los realismos. Algo que supondría un grave error, porque en cualquier caso, y como quieran ustedes mirarlo, todo ese legado siempre ha constituido un fascinante y perturbador mundo interpretable que no solo se presta al debate (puede que esa sea la intención) además, les aviso que podría convertirse en algo adictivo. Y lo digo con conocimiento de causa porque eso es justo lo que le pasó a un buen amigo, gran conocedor de la obra de Lynch y que, en su día, también le tocó hacer de guía para un servidor en el recorrido por el multifacético y fascinante legado artístico del director. Como imaginarán, no fueron precisamente pocos los cafés, ni pocas las tardes en las que las películas y series como Twin Peaks, fueron nuestro tema de conversación, incluso sus bandas sonoras, pero sobre todo me viene a la memoria una ocasión, durante uno de los últimos días de proyección de Mulholland Drive en las antiguas salas Miró.
Estaríamos a mediados del 2002 y para esos últimos pases, la película ya había sido relegada a la más pequeña de las salas donde su visualización adquiría un formato más íntimo. La verdad es que no estaríamos más de diez personas en la que para alguno sería una más de las ocasiones, porque muchos de los presentes, como podrán imaginarse, ya la habían visto. El caso es que ahí estábamos totalmente fascinados, a la caza del gazapo, a la espera del personaje que sabíamos que en cualquier momento iba a aparecer en un segundo o un tercer plano, pendientes y una vez más, centrados en la búsqueda del detalle que aportase más luz a todo ese sugestivo entramado, para que, de nuevo, al terminar, siguiésemos todos callados y pensativos y así permanecimos un buen rato hasta que un heavy que había visto la película en la primera fila, después de levantarse y girarse para mirarnos, exclamase: ¡A ver! ¿Hay alguien que haya entendido algo? Y es que, como dicen que dijo Lynch, “no todo tiene que tener un significado”.
