A sus 78 años, la medicina que mejor le sienta a Manuel Lobo Álvaro ‘Lobiche’ para estar tranquilo es ver de primera mano cómo va su negocio. Le ha dedicado toda su vida y sólo duerme tranquilo sintiéndose parte de él. Lo mismo le ocurre a su esposa, Carmen García Vicente, de 76 abriles. Juntos han conseguido que su pueblo, Navafría, se haya convertido en el templo del cochifrito, el sabroso plato tradicional de origen pastoril que forma base fundamental en la gastronomía segoviana.
No necesitaron consejos de políticos para saber que sólo con esfuerzo y tesón se podía salir de la crisis que tan profundamente les afectaba.
Lobiche tuvo que hacer frente a la cruda realidad con 12 años, en que quedó huérfano. De su padre heredó poco más que el apodo ‘Lobiche’. Con esa edad tuvo que trabajar en el pinar arrastrando pinos y también como pastor.
Un cura le enseñó por las noches a sumar y restar. De estas matemáticas básicas aprendió que con lo que tenía no podía ofrecer a sus hijos una infancia mejor que la que él tuvo. Y adquirió una vaca por 7.000 pesetas “con dinero fiado”. Tuvo suerte y pudo venderla por 21.000 y así devolvió la deuda y montó una pequeña taberna.
Su esposa Carmen también arriesgó y dejó de servir en Madrid, donde había emigrado también por falta de oportunidades en su tierra natal. Pero aprendió a cocinar y lo aprovechó a su regreso.
Con la arimética y los fogones se embarcaron en el nuevo negocio. Como en otras casas criaron una cerda, de la que un día sacrificaron un cochinillo para sofreir y ofrecer a la clientela. Incluso el Mesón de Cándido comenzó a demandarles tostones que enviaban a Segovia “cuando el estado de la carretera lo permitía”, recuerda.
Él sacrificaba los cerdos y ella los abría y pelaba. Poco a poco la fama de su cocina se extendió por toda la Sierra, donde pronto se ganaron el aprecio y el paladar de personas como el alpinista César Pérez de Tuleda. En el año 75 abrieron el actual restaurante que no da abasto en fechas señaladas como en la Feria de Ganados, o en las fiestas patronales.
Pero como les ocurre a los cochinillos, el color rosa dura poco tiempo. Y en hogares humildes los problemas son habituales. Carmen lleva en su cuerpo 21 operaciones quirúrgicas. Y las ha sabido sortear. Pero ha sufrido más cuando han enfermado sus hijos, a los que “afortunadamente” tienen a su lado y al frente del negocio.
“Todo lo que ellos han ganado lo han invertido en nuestro pueblo”, recuerda Carmina, la segunda de los hermanos, y que con Manolo y Gema, está al frente de la empresa con el mismo ahínco y perseverancia. Todavía hay que abrir el bar a primera hora para quienes acostumbran a tomar el aguardiente, y cerrar cuando la clientela considera que hay que recogerse. No conocen horarios ni días festivos.
Lo que sí saben es ser agradecidos y, con motivo de las bodas de oro que el octogenario matrimonio ha celebrado, no olvidaron invitar a Antonio de Andrés, que se hizo avalista para que pudieran comprar la barra del bar; o a la familia Barroso, aquella que le dejó fiadas las vacas hasta que pudo pagarlas. “Todo se puede pagar, menos los favores que se hacen con el corazón”, recuerda.