Vegas de Matute guarda entre sus piedras y veredas más historia de la que aparenta a simple vista. El visitante apresurado, que pasa de largo buscando rutas más famosas, ignora que aquí aún quedan huellas de un tiempo en el que las piedras hablaban y los hombres sabían que la eternidad se construía con cal, sudor y plegarias.
Uno de los tesoros más notables del lugar es la iglesia de Santo Tomás de Canterbury. Levantada en el siglo XVI siguiendo las reglas del gótico tardío, la iglesia se yergue sobria y poderosa, con esas líneas que parecen querer sujetar el cielo antes de que se venga abajo sobre el pueblo. En su capilla, tallados en la piedra, reposan los escudos de Segovia y Tovar, como advertencia de que aquí también se jugaba a las jerarquías y al poder. Fue declarada Bien de Interés Cultural, aunque en realidad ya lo era mucho antes de que algún funcionario lo rubricara en un papel. Porque las piedras viejas no necesitan decretos para ser eternas.
Junto a la iglesia se levanta el palacio de los Segovia, contemporáneo del templo. Quien lo mira entiende de inmediato que aquí hubo riqueza y linaje, aunque el tiempo y las inclemencias lo hayan reducido a silencio de muros. Se conserva sorprendentemente bien, como si las piedras mismas se hubieran empeñado en sobrevivir al olvido. En este rincón castellano, la arquitectura civil y religiosa se dan la mano, y juntas componen un binomio que recuerda que hubo épocas en que fe y poder eran dos caras de la misma moneda.

No menos importantes son las ermitas que salpican el entorno. La primera, la de San Roque, se alza a la salida del pueblo, camino de El Espinar. Es modesta, como tantas ermitas castellanas, pero ofrece al visitante una panorámica de Vegas de Matute que justifica la caminata hasta ella. Desde allí, el pueblo se contempla como un cuadro antiguo: tejados rojos, torre de iglesia y montañas cerrando el horizonte.
Está también la ermita de Nuestra Señora del Rosario, que marca el final de la procesión del Calvario en Semana Santa. En su restauración participaron los propios vecinos, junto al Obispado y el Ayuntamiento. El detalle no es menor: la fe aquí no se entiende como una reliquia, sino como una responsabilidad compartida. Se conserva porque se vive, y se vive porque el pueblo se empeña en ello.
La tercera, singular y fronteriza, es la ermita de San Antonio del Cerro, enclavada en un alto desde donde se divisan tres términos municipales: Zarzuela del Monte, Navas de San Antonio y Vegas de Matute. Es un recordatorio de que las tierras y las lindes son discutibles, pero las devociones rara vez entienden de fronteras. Allí suben generaciones de vecinos, quizá más por tradición y paisaje que por fervor religioso, aunque en Castilla ambas cosas suelen confundirse.
El patrimonio de Vegas de Matute no acaba en iglesias y ermitas. Existe un parque arqueológico de hornos de cal que, si estuviera en otro país, luciría en todos los folletos turísticos. Fueron construidos entre los siglos XVI y XVII, y de ellos salió la cal con la que se levantaron casas, muros y quizá algún monasterio ilustre. Muy cerca, un acueducto llevaba el agua al pueblo, obra de ingenio práctico que funcionó hasta mediados del siglo XX. Hoy, silenciosos, los hornos y el acueducto hablan de una comunidad que supo trabajar la tierra y arrancarle lo necesario para sobrevivir con dignidad.


El escenario de todo esto es un paisaje invita al senderismo, a la cabalgada y a perderse un rato entre olores de jaras y resinas. Es un entorno que, más allá de lo turístico, mantiene intacta la sensación de Castilla: un territorio duro, hermoso y siempre dispuesto a recordarle al viajero que aquí nada fue fácil, pero todo se ganó a pulso.
En resumen, Vegas de Matute no es solo un punto en el mapa ni un nombre en las guías menores. Es un compendio de historia, arquitectura y memoria colectiva. Iglesias, palacios, ermitas, hornos y montañas conforman un mosaico que, como tantos rincones de España, resiste contra la desmemoria. Y al recorrerlo, uno comprende que el patrimonio no es otra cosa que el testamento silencioso de quienes, antes que nosotros, levantaron con su sudor piedras contra el olvido.
