Ingeniera agrícola de profesión, su idea no era la de volver a su Ayllón natal. Lo que sí es cierto es que ella y Gonzalo, su marido, también nacido en la comarca, venían al pueblo todos los fines de semana.
María Olivares ha estado muchos años en Madrid desarrollando su carrera en distintos ámbitos: trabajo de campo, formación y también como profesional independiente en el mundo de la agricultura y la ganadería, ya que las crisis de 2008 hizo mella en el sector de la construcción y la maternidad (tiene tres hijos) la llevó a reinventarse y ofrecer sus conocimientos para particulares, como el diseño de naves y almacenes, asesoramiento y trabajo en escuelas agrarias; incluso llegó a adentrarse en el mundo del pistacho, un sector que estaba en pleno auge en esa época.
La idea de dedicarse a la apicultura no fue por casualidad: Ella conocía este mundo por sus estudios, pero no tenía los conocimientos suficientes. Un curso sobre la cría de abejas, del que recuerda la gran pasión que le transmitió su profesor, hizo el resto, y la llevó a ver que había posibilidades y que además tenían mucho de su mano: el amor por el pueblo, los maravillosos montes de la comarca y la búsqueda de una mejor calidad de vida para sus hijos les hizo a María y Gonzalo Santamaría tomar la decisión final, que no llevaron a cabo hasta 2018. Cuatro años antes pusieron ocho colmenas, y comenzaron esta aventura de manera autodidacta, contando también con la ayuda de algún apicultor, a lo que María y Gonzalo no tienen más que palabras de agradecimiento.
Sus colmenas están instaladas en el monte de Turrubuelo, cerca de Boceguillas, y no las mueven de allí. “Una de nuestras banderas es precisamente esa; somos conscientes de que al no cambiar las colmenas a otras zonas hace que la producción sea menor, pero aprovechamos así todos los nutrientes y vitaminas del ciclo biológico anual del ecosistema donde se encuentran. Además, queremos que nuestra miel tenga las características propias de los montes de esta zona de Segovia, en la que predominan las jaras, el cantueso, tomillos y el color y sabor intensos que brindan el mielato del roble y la encina”, afirma.
Al año siguiente decidieron ampliar su espacio para la producción de miel y pusieron 150 colmenas más, hasta llegar a las 300 que tienen hoy y que, aseguran, no van a ampliar.
La decisión de venir tuvo sus altibajos: llegó un momento en el que venir los fines de semana y épocas de descanso no eran suficiente para atender a las abejas, ya que es un oficio que depende mucho de la climatología. Además, sus hijos se hacían y había que pensar qué hacer. “Uno de los mayores problemas a los que nos hemos enfrentado es la falta de vivienda, hay poca oferta, afirma María”.
“Las abejas son interpretación: según se mueven, entran y salen puedes hacerte una idea de cómo va a venir el tiempo o si a les ocurre algo. Nosotros vamos aprendiendo día a día de este fascinante mundo. Además, aunque la extracción de la miel es la época de más trabajo, tienes que estar todo el año pendiente; que los animales tengan agua suficiente, que la nieve no obstruya la entrada a la colmena o que las tire algún animal”, dice.
Sacan la miel a finales de verano, cuando las abejas han recogido todo el néctar necesario para poder tener alimento para los duros inviernos de la zona. Además de este preciado manjar ofrecen también otros productos como polen y propóleo, y están comenzando con la apuesta de adentrarse en el mundo de la cosmética.
Además, María ha diseñado unas jornadas formativas para ofrecer a colegios tanto del Nordeste como de Madrid o centros que puedan estar interesados.
Venden sobre a todo a negocios de la comarca, aunque la pandemia les llevó a reinventarse y vender a través de su web (www.mieldemonte.es), algo que les está dando muy buenos resultados.
