Y si bien es cierto que hay exilios voluntarios y otros forzosos, a veces los primeros se tornan en los segundos cuando las circunstancias obligan a ello. Muchos son los que tuvieron que emigrar en los años 50 y 60 de esta España nuestra, como diría Cecilia en su canción, algunos acabarían en territorios de ultramar y antiguas colonias del Imperio, otros a tan sólo dos horas de avión en el continente que por aquel entonces habría que recorrer en los coches de la época por carreteras francesas, holandesas y alemanas. Un viaje incierto, un destino por descubrir y cincelar, una mezcla entre el entusiasmo de lanzarse a la aventura cuando no hay nada que perder y el miedo a un fracaso estrepitoso lejos de casa, por no mencionar la inevitable nostalgia, tan difícil de gestionar, en un clima ingrato y parajes desoladores. Únicamente con la ventaja que da la edad cuando tienes veinte años, ese optimismo que te permite transformar el pánico y la turbación en arrojo y desafíos.
Un hombre que siendo apenas “un niño adulto” en un pueblito de Ávila conocido por sus pinos y piñones -la tierra de su padre y donde su madre se instalaría definitivamente al finalizar la guerra civil española- asumió la responsabilidad que nadie le pediría siendo el mayor de cinco hermanos, y en ese empeño de mejorar la vida de sus padres y la suya propia, en aquellos tiempos de escasez y postguerra, abandonó su pueblo natal, en una España desgraciada y con una tarea ingente por delante para situarse en el desarrollo y progreso de las décadas siguientes. Aquel chico con sangre segoviana y abulense en sus venas llegaría lejos, otorgándosele una longevidad para recordarlo y narrarme a mí en primera persona cómo fueron sus comienzos pasando por una carnicería en Segovia capital, y después una fábrica de ladrillos en Holanda, para acabar trabajando en grandes corporaciones especializadas en la extracción de materias primas tan cotizadas como son el petróleo y el gas natural allá por el Mar del Norte, en Tampico (Golfo de México), Alemania y otros lugares que harían de él un hombre de mundo con modales exquisitos, una educación y experiencias vitales que lo siguen definiendo como todo un caballero, alguien que supo adaptarse a condiciones durísimas de trabajo y labrarse su propia fortuna, no sin arriesgar su vida cada día, enérgico y con un sentimiento de familia en desuso. Una familia en la distancia que le tenía siempre presente, velando porque la suerte le acompañase cuando se trasladaba a las dichosas plataformas, donde otros compañeros perderían la vida en cuestión de segundos de una u otra forma por accidentes laborales imposibles de prever.
Conocer la historia de su vida es un deleite para la mente y el espíritu, sus ganas inquebrantables por la edad de sus ya casi 85 años no le impiden transmitir una fuerza y vivacidad extraordinarias además de una simpatía y amabilidad desbordantes. Sus peripecias y ese afán de superación dan para escribir varios volúmenes siendo éste el mejor tributo a su intrépida y fascinante vida.
Alguien que consiguió por sí mismo hablar inglés, alemán y neerlandés gracias a un esfuerzo y tenacidad titánicas. Nunca es fácil aprender un idioma a cierta edad y sin estudios pero en aquellos años requería de un sacrificio y voluntad de hierro. Un camino largo y no exento de sacrificios descomunales como pasar largos meses en lugares inhóspitos contando los días para volver a España, a Madrid, y después a su humilde pueblo Hoyo de Pinares (Ávila) y regresar cargado de viandas desconocidas y la cartera llena de pesetas para solucionar todas las carencias que hubiera aquí. Relegados quedaban los inconvenientes para conseguir ese dinero, la soledad y desesperación que rodeaban esos mundos de Dios, engullido en esa tierra de nadie. Volver, y ver a los suyos de nuevo era la alegría más grande de todas y lo que le mantenía recio sin desfallecer en esas gigantescas estructuras ensambladas en alta mar para la perforación y extracción de las materias primas más preciadas del planeta.
Un emigrante que retornó en cuanto pudo, con mujer e hijos holandeses, ya que su meta era regresar, como un indiano, no sin cierto desarraigo. Un español que renunció a su país, juventud y madurez en la tierra que tanto añoraba en la distancia, y que al mismo tiempo le causaba decepción y tristeza continuadas en sus reencuentros con un país en el que los contrastes eran cada vez más impactantes, en esas estancias cortas de las que disfrutaba haciendo esos recorridos en su Volkswagen adquirido en Frankfurt. Un hombre que se hizo a sí mismo, forjando una vida como extranjero sin perder un ápice de idiosincrasia española con un objetivo en el horizonte, regresar a su pequeño pueblo donde adquiría un terreno donde juntar a la familia y amigos para celebrar todos los cumpleaños que le quedasen, recordando orgulloso su pasado, que han hecho de él un referente en la familia, un ejemplo de fortaleza y valentía en unos años en los que era mucho más complicado que hoy moverse por el mundo.
Quiero rendir homenaje hoy en El Adelantado de Segovia, a una persona con un corazón de oro, que con sus aciertos y sus errores procuró a sus padres y hermanos una vida mejor a costa de arriesgar la suya propia en una tierra de nadie donde la morriña taladra el alma y la muerte se convierte en la más fiel compañera.
