La mano tiembla un poco cuando le corre el velo al universo.
El velo del universo, semejante a hilos invisibles de arañas transparentes, está tejido de sutilezas anímicas que hacen dudar de si serán alguna cosa fuera de la imaginación (ocurre en todos los espacios donde Luis Moro convoca vínculos álmicos o bosques).
Hallé el pasadizo inesperado de un bosque al atardecer. Tuvo que ver con lo fortuito de su música (también llegas a creer que suena tan solo en tus oídos, como el mar en una caracola y los truenos de una tormenta ígnea en el fondo de los océanos y de la memoria).
Pero la música del bosque abre simas en las calles empedradas de la ciudad, son melodías registradas en el enigma de las sirenas y en el de las fotografías del olvido.
La música del bosque susurra geometrías. Hay quien la escucha suspendida en las ventanas y en los arcos que rasgan la antigüedad de una pared líquida.
Las paredes aman, desde que eran materia cósmica, la yema de cada dedo mineral, vegetal o animal que se haya apoyado en ellas; se ofrecen de archivo de dudas. Los bosques aman la eternidad de las vidas que contienen y, con generosa pulcritud, se ofrecen como maestras de conciencia.
En el bosque humillado, la música jadea abandonos y formas fantasmales que, sin embargo, respiran los escombros de las ideas y la calcinación de la existencia.
Hay notas que el fuego hizo huir; se desprendieron de un pentagrama dibujado con ramas, siguieron el exilio que el viento impone a las hojas caídas.
Ese pentagrama contiene la oración de los árboles y la de las palabras.
Las palabras, en realidad, son pájaros.
Las alas de los pájaros -su vuelo- y las de los insectos -y su vuelo- y las de los ángeles purifican la maleza del camino que conduce al centro donde un bosque da comienzo: no temen a los guardianes ávidos de miedo y de culpa.
El claro del bosque: los ojos han de hacerse a esa luminosidad, al aura de lo desconocido que nos habita y que habitamos.
La mano tiembla de necesidad y de deseo cuando le abre la cortina al universo que cuida el sueño del mundo.
Atravesé el dintel en el instante insoslayable donde se unían las siluetas de los coleópteros con las de los inmortales. Empapaban el alma esos pedazos de imaginación -notas musicales, quiero decir-, ensordecía el silencio del corazón equilibrista (entre las ramas y en los vuelos y en las profundidades marinas donde andar es una danza).
…la coreografía mitológica de un hipocampo, la hermosura del rostro de ese ciervo en el que se refleja la inabarcable historia de la tristeza…
…gotas de agua lustral que se hacen color al rozar la piel de la materia…
La mano tiembla. Pero ni el espíritu se detiene ante el umbral que lleva al bosque, ni los ojos se cierran a pesar del humo de la destrucción.
Salmos de
Oscuridad
Sagrada
Ojos de toda criatura mineral, vegetal y animal: que vuestra mirada desvalida encienda las velas apagadas del alma de las mujeres y de los hombres que se ignoran ignorándoos.
Laboriosas hormigas, calafates de arquitecturas circulares para refugio del ánima, las que camináis por las entrañas de la tierra y bailáis la sinfonía de la luz: enseñadnos, os lo suplico, el frágil mapa de la compasión y la anatomía de las algas que procurarían la metamorfosis de la soberbia…
Cual registro fugaz de los vilanos, cual espejo en las páginas de un libro:
eso viví…
…huellas cercadas en el ámbar
de las encarnaciones…
Al dar por concluida la visita, se borraron las imágenes, como si me acabase de despertar. La tinta azulada, con la que había anotado vestigios, se deslizó
perdiéndose
en el abismo ignoto donde
tan solo se salvan las sombras y los esqueletos.
Sin planes en la agenda, sin llamar a Luis Moro para darle las gracias… Es tanta la densidad de la verdad posible en un pincel que hace daño decir y hace daño callar…
(Segovia desprendía un suave olor a bosque después de las cenizas).
