Un año después se han vuelto a abrir las puertas de los pabellones para recibir a niños y niñas. Aunque las temperaturas aún no inviten a ello, no importa que queden abiertas de par en par. Todo se ha preparado con mimo, la organización y el protocolo de seguridad sanitaria han sido las prioridades para intentar garantizar la vuelta a las canchas.
¿Sensaciones? Ver (o intuir) sus caras, con continuas muecas moviendo nariz y mandíbula para que la mascarilla no se descoloque en exceso, haciéndoles perder la visión mientras corren detrás del balón, la verdad, no tiene precio.
Comienza el entrenamiento. Cada uno con su balón conduce libremente por el espacio. Actúan como dos viejos amigos que se reencuentran tras décadas sin verse, adaptándose el uno al otro, para que el balón ruede, pero sin alejarse demasiado de la carrera del jugador. Los toquecitos iniciales al cuero, inseguros, con dudas, van dejando sitio a la planta para pisarlo con más fuerza, la puntera para levantarlo y el empeine para dominar el balón en el aire mientras cuentan en alto 1,2,3… los más valientes utilizan el muslo, y los temerarios la cabeza.
Apenas han sido un par de minutos pero están exhaustos. Inspirando y expirando a mil por hora, su mascarilla se tensa como la membrana de un tambor. No pueden hablar y con sus ojos intentan decirte que quieren seguir. Organizas al grupo para que trabajen por parejas. Se sitúan uno frente a otro a lo ancho de la cancha. Son solo diez metros de distancia pero les parece un mar. Los primeros pases no encuentran destinatario, los balones van sin rumbo o llegan al receptor muy despacio, casi llorando o pidiendo perdón.
¿Y el partido? La pregunta favorita no sale de la boca de ningún niño. Se han acostumbrado a escuchar que, como todo lo que ocurre en nuestras vidas desde hace un año, es cuestión de tiempo.
