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Últimos Robinsones, de Ignacio Sanz. Notas de lectura

por Mariano Martín Isabel
7 de agosto de 2023
en Tribuna
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Últimos robinsones es la última novela de Ignacio Sanz. Un alegato en favor de los pueblos abandonados, una defensa de la naturaleza, un canto al arte y a las creaciones del espíritu. Y una historia conmovedora hecha de historias: como teselas multicolores de un mosaico sugestivo, pegotes ensamblados en un tapiz, retales cosidos de la España profunda, una ropa raída cuya mayor riqueza es su pobreza; los remiendos del campo que hablan de precariedad; de cuando el mundo estaba hecho de trapos, tierras roturadas y pedregosas; pantalones que se ataban con cuerdas, cayados de pastores, soledad de ovejas; y hoy son casas que duermen en el olvido, sin presente y sin futuro, tan sólo el recuerdo de lo que fueron un día en que todavía tenían vida.

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Tres enfoques de tres personas distintas ven de distinta manera la realidad del mundo rural: Samanta, que ha hecho estudios de turismo, piensa que para que los pueblos salgan de su postración tienen que convertirse en atracciones turísticas; su novio, Fabio, ve en la vida auténtica del campo el único refugio frente a los atropellos de la ciudad; y Félix, un viajero impenitente y jubilado, reconoce amargamente que ya no hay remedio. Pero el idealismo de Samanta condenará a la falsedad a los pueblos auténticos, el realismo de Félix no los puede sacar de su condena, y sólo la entrega de Fabio los mantiene vivos sin hacerles perder su esencia; Gerardo es la voz del pueblo, frente a tanta gente que habla del pueblo desde la ciudad. Samanta emprenderá la tarea de buscar a los últimos solitarios que aún viven en las aldeas despobladas, los últimos robinsones; y recorrerá la geografía de España recogiendo el testimonio de diecinueve personas de orígenes variopintos (seis trabajadores, dos campesinos, dos pastores, tres artistas, dos profesionales y cuatro personas marginales, además de Gerardo) cuya experiencia puede repartirse en dos grandes grupos: quienes se han quedado solos sin buscarlo y quienes buscan la soledad para dedicarse al arte, disfrutar la paz y reencontrarse consigo mismos. Una historia, la historia de una pareja, que se salva buscando la redención de muchas personas que pertenecen a muchas historias.

La cuestión que se plantea tiene que ver con un dilema: o soledad o adulteración; la vida auténtica del campo tiene que ser solitaria, y si queremos salir del abandono tendremos que renunciar a la autenticidad. ¿Qué vale más, una vida próspera pero adulterada o una vida auténtica pero deprimida? Sería ir a contracorriente de lo que hicieron los abuelos, que dejaron la verdad del campo buscando en las ciudades una prosperidad que en el campo se les negaba; pero luego sus nietos descubren que la vida próspera ha enfermado de agobio y sueñan con recuperar en el campo la paz perdida, pero tendrán que aceptar que allí les espera también la falta de oportunidades: tal es el dilema que desgarra a los pueblos a través de las generaciones; una autenticidad sin futuro o un futuro inautético, cuando la paz de lo auténtico está deprimida y el futuro próspero nos lleva a una falsedad contaminada por la neurosis. Detrás de Robinsón Crusoe late el espíritu de Rousseau: hay que elegir entre el buen salvaje y la sociedad corrompida. Miguel Delibes lo enfoca a su modo: en la vida auténtica del señor Cayo se encuentran la paz y la autenticidad, pero también la depresión y la falta de futuro; cuando el señor Cayo cae enfermo sólo lo salva la ambulancia que le lleva al hospital, y el hospital se encuentra en la ciudad. ¿Tiene razón Unamuno? ¿Hay que admitir que sólo en la ciudad, y no en el campo, está la civilización? La solución de Ignacio Sanz rechaza que en el campo se encuentre la barbarie: el campo también tiene su cultura.
En Últimos robinsones hay que distinguir dos cosas: la realidad que se describe y la persona que la cuenta; lo primero desemboca en un realismo deprimido; lo segundo, en un perspectivismo trágico; tenemos que decir trágico porque el aldeano que vive solo no ha elegido ese destino, como si al nacer ya hubiera estado destinado a la soledad por haber nacido en un pueblo sin futuro; el realismo trágico hace de quien lo cuenta un narrador del ostinato, veremos por qué.

La realidad que se describe se hace presente a través de imágenes coloquiales empleadas por los personajes (“tuvimos un perro llamado Babieca que era más listo que una enciclopedia). El primitivo robinsón que esto escribe es consciente de sus limitaciones, y en un momento se disculpa: “como no estoy acostumbrado a escribir con orden a lo mejor me repito más que el pimentón”. Refranes y frases hechas son lo propio del lenguaje popular, siempre desde la dignidad de la gente sencilla, y algunas veces de manera irreverente: “la soledad tiene sus ventajas, como dice el refrán: buey suelto bien se lame y que cada perrote se lama su cipote”, aunque luego tiene cuidado de decir: “con perdón”. “El pan comido y la cerveza meada”.

Las visiones de la realidad aparecen cuando esos mismos personajes se convierten en narradores de su propia historia; a veces el propio autor se convierte en narrador. Hay, así, imágenes de la sensibilidad (“aquí y allá, como esparcidos desde un avión, se veían pueblos minúsculos con sus caseríos apiñados y sus tejados rojizos entre los que destacaba la espadaña o la torre”). Cada uno de los robinsones que cuenta su historia se convierte en narrador. Y muchos comparten un lenguaje obsesivo que semeja a los músicos de ostinato (pensemos en la séptima sinfonía de Beethoven), donde las mismas notas se repitan de manera doliente hasta la saciedad. Unas veces el ostinato expresa el dolor (“vino la crisis, maldita crisis, lo que me ha hecho sufrir la crisis”); otras, el placer (“la piel te huele a tomillo, la boca te sabe a tomillo, todo te sabe a tomillo”, dice Samanta: ostinato y anáfora; “(…) el tomillo me vuelve loca, pero loca, loca, como una mariposa que pierde el sentido de la orientación”. Y el eterno sufrimiento, rematado en polisíndeton, del ostinato de la ciudad: “aquella tromba de coches corriendo a la vez por todas las autopistas, por todas las avenidas, por todas las calles, por todas las callejuelas, en todas las direcciones. Qué desmadre. Avalanchas de coches, coches y más coches. Un rebaño gigante de coches que ponen los nervios de punta. Los coches son una peste. Los coches y los aparcamientos en doble fila. Y las prisas. Y los atascos. Y los conductores que pitan. Y los teléfonos móviles”.

En resumen, tenemos en Últimos robinsones un entrecruce de miradas que colocan al lector ante una polifonía de espejos: cada personaje ve la realidad deformada por su propio espejo, y dónde nos muestra la verdad es una pregunta sin solución: buscarla es empeño inútil. ¿Sería más feliz el aldeano domesticado en un cromo turístico, rodeado de multitudes falsas, o añoraría más bien la paz sin futuro de un pueblo solitario? Sólo los artistas se pueden permitir el lujo de volver al campo por elección propia. ¿Estamos abocados a elegir entre la paz de la soledad, que nos deprime, y la compañía de la ciudad, que nos trastorna? Ignacio Sanz no da soluciones; se conforma con exponer el drama ante nosotros y sugerir que, si el campo ha enfermado de soledad, habrá que buscar en otro sitio, fuera de la ciudad (adonde el campo fue un día en busca de remedio), para conjurar los males que le esperaban cuando huía de los males del campo.

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Edición digital del periódico decano de la prensa de Segovia, fundado en 1901 por Rufino Cano de Rueda

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