Me sorprende cómo se ha puesto de moda el rechazo al turista. La palabra “turismofobia” es nueva pero me parece acertada. Combina con elegancia el francés con el griego, pasando por el inglés. Porque el origen del prefijo viene del inglés “tourist” que a su vez está recogida del francés “tour” que significa recorrido por un territorio. En cuanto al sufijo, “fobia”, viene del griego y su significado original va desde miedo a temor reverencial. El diccionario define fobia como “miedo irracional, obsesivo y angustioso hacia determinadas situaciones, cosas, personas, etc.”. Coloquialmente lo utilizamos para designar lo que no nos gusta.
Es curioso que la categoría de turista vaya adquiriendo un sentido despectivo que se aplica a los demás pero raramente a nosotros mismos. Antes hacer turismo tenía un toque de distinción. Lejos quedan los tiempos en que se contaban los turistas que llegaban a Mallorca y a la que hacía el millón, porque siempre era una señorita, se le agasajaba con un ramo de flores.
El caso es que el turista es hoy mal visto, pero a mí me gustan los turistas. Desde mi corta apreciación, no comparto que, por ejemplo, Segovia tenga un problema de masificación. Es posible que esté masificada en algunos momentos la Calle Real pero no hay más que desviarse por la Judería o por la Calle S. Juan, darse una vuelta por los adarbes de la muralla o por S. Juan los Caballeros para ver que hay contados visitantes. Y eso pasa en otras ciudades. He estado recientemente en Roma y, como pasa aquí, está masificada la Fontana de Trevi pero no S. Juan de Letrán; está masificado el entorno del Coliseo, pero no los foros imperiales y está masificada la Capilla Sixtina pero no los museos Palatinos.
El turista es una persona que quiere conocer el mundo y, ciertamente, retratarlo compúlsivamente y hacerse selfies absurdos para asombro de sus seguidores, pero también tiene capacidad de admiración y la curiosidad de ver por sí mismo lo que otros le han contado. Por otra parte, fomenta el desarrollo económico y el intercambio cultural.
Estoy de acuerdo con el Dicasterio vaticano encargado del turismo que, con motivo de la Jornada Mundial que se celebra a finales de septiembre, dice: “El intercambio cultural entre los pueblos, que encuentra en el turismo su forma privilegiada, puede transformarse también en un compromiso concreto por la paz» y añade que el turismo “puede favorecer decisivamente la recuperación de las relaciones interpersonales por las que todos sentimos una profunda nostalgia. Se trata de recuperar y fomentar, más allá de la tecnología, esa «cultura del encuentro» tan fuertemente apoyada por el Papa Francisco”.
Sin embargo, la otra palabra de moda, gentrificación, no sólo me parece horrible sino que me da miedo. Mi Diccionario de la Lengua Española editado por Espasa, en esa edición memorable de nuestra añorada Caja Segovia, no lo recoge. Pero sí la RAE que lo define como “Proceso de renovación de una zona urbana, generalmente popular y deteriorada, que implica el desplazamiento de su población original por parte de otra de mayor poder adquisitivo”. Hay que reconocer que la palabreja tiene contenido, aunque sea un anglicismo y haya que echarle valor para utilizarla. En un reciente, y muy interesante, artículo de Alberto Álvarez en este mismo periódico (Adelantado de Segovia, 30 de junio de 2024), se valoraba (no el ridículo y popular “poner en valor”) cómo está afectando este fenómeno a nuestra ciudad y su lectura provocaba perplejidad y procupación.
El que el centro de la ciudad se convierta en un lugar fantasma, es algo que venimos observando desde hace años sin que las Administraciones públicas planteen soluciones. Eso siendo generosos, porque no sólo es que no las plantean sino que incluso se suman y fomentan el éxodo del centro de la ciudad.
En un reciente encuentro del Papa Francisco con los alcaldes de las Ciudades españolas Patrimonio de la Humanidad, al que asistió nuestro alcalde, les decía: “El interés por el patrimonio no puede quedarse en el ámbito artístico-cultural, sino que ha de tener una perspectiva más amplia, acogiendo la integridad de la persona que recibe este legado y de los pueblos que nos lo han transmitido”.
Una ciudad más habitable no pasa por rechazar a los turistas sino por ofrecerles una ciudad histórica y viva.
