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Tomatito llenó de arte Segovia (ahí es nada el empeño)

por Chuan Orús
29 de julio de 2024
en Segovia
Tomatito en el concierto en el Jardín de los Zuloaga.

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Europa –y España en tanto que parte esencial de Europa- vive un momento de pérdida de identidad cultural; un estado de desculturización sin que hasta el momento exista evidencia de otra nueva cultura que sustituya los principios estéticos y morales por los cuales se ha transitado en los últimos siglos. Las manifestaciones de cultura no pasan de constituir un objeto de consumo, y como tal objeto lo que más cuenta de él no es su significado, ni siquiera su significante, sino su capacidad de ser consumido y después traspuesto, como signo de muesca vital –que no de experiencia personal enriquecedora- en una cuenta de instagram o de tik tok. La Gioconda no es el mejor cuadro, ni de lejos, de Leonardo, ni siquiera se puede paladear a gusto su contemplación, y sin embargo concita al día miles de visitas que acaso persigan la foto correspondiente para después testificar que han estado allí. Solo eso, han estado allí, porque una foto nunca puede salir bien ante ese horrible cristal antibala que lo que hace es aumentar más su condición de rito ineludible.

Pero hay otras manifestaciones culturales que parecen destinadas al olvido por su difícil customización –es decir por su difícil asimilación personal para después convertirlo en cosa, en objeto capaz de ser con posterioridad vendido a los semejantes como muestra de una experiencia personal única-, y sin embargo forman parte del acervo que ha constituido nuestra identidad cultural durante siglos. Una foto con Anne-Sophie Mutter es difícilmente colocable dentro de nuestro patrimonio cultural compartible. ¿Con quién se puede compartir la mejor intérprete del segundo movimiento del concierto nº 2 para violín y orquesta de Brahms, uno de los más bellos ejemplos de manifestación cultural europea, si apenas es conocida por unos cuantos? La cultura actual en Europa está llena de códigos explícitos: iconos, personajillos, modas que son pasajeras y superficiales pero que forman parte de la identidad de la tribu. Los populistas extremos o hablan de la recuperación de la pizza como identidad cultural –¿han leído a Meloni?- o, desde el otro lado, rechazan la música clásica y la ópera como algo clasista, o la zarzuela o los toros como manifestaciones añejas o bárbaras. La globalización del espacio a través de las llamadas redes sociales o por la facilidad de circulación a partir de billetes baratos está contribuyendo no solo a la banalización de la cultura sino de los territorios en los cuales históricamente se han asentado unos determinados valores y unos elementos culturales conformadores precisamente de esos valores. Que a su vez han definido históricamente los verdaderos signos de identidad cultural de un pueblo. El proceso dura décadas, pero ahora la masificación, ausencia de valores y globalización lo han acelerado.

El flamenco forma parte ineludible de esa identidad cultural, que como toda identidad si se precia tiene que tender inexorablemente a la creación de valores universales. De lo local a lo universal, so pena de quedarse en anécdota política. Junto con la ópera y el pop han constituido la mejor conexión de música y voz que ha proporcionado la cultura europea. No es una manifestación para pasar el rato, no martillea el cerebro a través de sonidos zumbones que paralizan cualquier atisbo de emoción, sino que cruje las entrañas, incentiva la alegría o las penas desde sus palos tan diversos, manifestación propia de un pueblo que utiliza la belleza, el arte, como la mejor manera de expresión de un sentimiento o de una filosofía de vida. “El que se tenga por grande/ que se vaya al cementerio/ y verá lo que es el mundo/ en un trozo de terreno”. Eso canta Carmen Linares. Y desde su capacidad interpretativa el cantaor o guitarrista es capaz de sacrificar su propia salud en el envite de crear arte. Tal es su expresionismo. “Cuando canto a gusto, la boca me sabe a sangre”, decía Tía Anica la Piriñaca. No exageraba.

Voz, música y expresión corporal. Flamenco. José Fernández, Tomatito, tiene su propio código personal. “Que viva el flamenco”. Es la consigna que le repiten sus nietos cuando quieren que el abuelo les dé la propina. Tomatito es sin duda el mejor guitarrista vivo que recorre los escenarios del mundo. Ha formado parte del equipo de mitos como Paco de Lucía o Camarón. Pero también de cantaores como Enrique Morente o José Meneses. Verlo interpretar –digo verlo, no solo oírlo- es un prodigio en sí mismo. Su capacidad de modificar los ritmos, de destruir compases, de ajustar los tempos al pairo con su sentimiento de artista es un espectáculo. Incluso con el sonido apagado llenaría un momento de gozo. La Fundación Juan de Borbón lo trajo el sábado a Segovia en el incomparable marco del Museg 2024. Olé por la Fundación y por sus responsables. Lleno absoluto. El flamenco –ya se ha dicho- como arte que persigue valores universales, no es solo andaluz, o gitano, o español  -aun habiendo conformado su identidad cultural- sino que es capaz de alterar conciencia de aquel o aquella con una pizca de sensibilidad emocional en su cuerpo. La intensidad en la interpretación de Tomatito propició que se rompiera la uña de un dedo. Se mascó la tragedia. Porque una uña o un desajuste en la afinación –los interpretes perdían después de cada pieza un buen tiempo en afinar la guitarra: nunca he visto en mis años de oyente de música clásica tanta búsqueda de la perfección afinadora- puede suponer que la interpretación, que se presume improvisada y algo caótica –ni una partitura en el escenario- no alcance el objetivo pretendido, y eso no es arte.

El flamenco, como arte supremo, busca la perfección espiritual en la conexión entre artista y público. No fantaseo ni me entrego a la exageración. A pesar de su coralidad, o transmite y se residencia en lo profundo del ser, o no es. Es ese pellizco, esa búsqueda del tronco negro del Faraón que decía Lorca – “En el cante jondo, lo que hay que buscar siempre, hasta encontrarlo, es el tronco negro del Faraón”- que hay que saber transmitir y hay que saber asumir. Y si no, no. Como una verónica de Curro Romero. No es mero jolgorio. Y es eso lo que le diferencia de las manifestaciones de hoy en día.

No me resisto, terminando que estoy, a contar dos anécdotas personales que creo ejemplifican lo dicho en cuanto a la búsqueda de perfección esencial y a su diferencia con la imagen trivializada que tanto se llevó en los años sesenta y setenta –entonces el turismo también contribuía a la prostitución, por su banalización, del arte y sus valores, no vayan ustedes a creer que es un fenómeno de hoy solo: llevamos décadas en el proceso, quizá en la actualidad más globalizado, como se decía con anterioridad-.

La primera: en una edición del Festival del Cante de las Minas de la Unión, ese erudito polímata y buena persona que fue Félix Grande nos llevó a una pequeña taberna en donde actuaban –se desangraban- diversos cantaores. Un viejo, en una esquina –la boina, no el sombrero cordobés, calada, el bastón entre las piernas movido por su mano izquierda siguiendo el ritmo, los ojos cerrados- se aferraba con la mano derecha a una copa de fino. Mi mirada, de joven curioso, no deparaba en cosa. En un momento determinado, ante un quejido profundo del cantaor, la copa estalló. Tal era la presión a la que era sometida. El viejo, como en toda la actuación, ni se inmutó. Su energía, su emoción, utilizó esa salida hacia el exterior. Solo esa. La procesión, como toda verdadera emoción, iba por dentro.

La segunda tiene que ver con Tomatito. No se la rememoré el sábado, cuando fui a felicitarlo, por pudor. También debió de ocurrir a mediados de los ochenta. El guitarrista recalaba en Málaga como acompañante de Camarón. El mítico cantaor estuvo desastroso en su interpretación. Es verdad que el local no acompañaba. Ni el local ni el público. Todavía perduraba eso del arsa bullanguero para turistas de los sesenta. El público, sin embargo, parecía disfrutar. Cuando, terminado el espectáculo, nos acercamos a saludar a los intérpretes, asistimos a una bronca monumental del guitarrista al cantaor. Tan grande era que dejamos los saludos para otro momento. El ansia de la perfección crea monstruos. Parafraseo a Goya. Monstruos en el más amplio sentido de la palabra. Tomatito lo es. Como es un icono del arte flamenco. Arte gitano. Arte español. Arte europeo. Arte de la Humanidad. Segovia lució aún más con el arte de Tomatito. Y eso en una ciudad harta de arte bien difícil que es.

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