Son las 18 horas del sábado 2 de marzo de 2024, anochece en la ciudad más ordenada y vertical del mundo. Desde mi habitación, en el piso 24, contemplo cómo la ciudad se transforma en algo admirable, entre luces de colores y pantallas gigantes de una definición extraordinaria. No quiero salir a cenar, ni siquiera un poco de pasta, quiero tranquilidad y concentración, pero el grupo tan bueno de personas que formamos la expedición me obliga a salir.
Mañana es el gran día, 3 de marzo, maratón de Tokio. Es mi último majors y si todo va según lo previsto, lo conseguiré. El jet lag no me deja dormir, me duermo a las seis de la tarde y me despierto a las cuatro de la mañana. Necesito algo para dormir de un tirón y descansar. No estoy nervioso, he vivido esto muchas otras veces, aunque nunca me jugué tanto, y pienso que algo puede pasar.
El trabajo está en las piernas. Nunca he entrenado tanto, lo hice por mi entrenador, Fabián Roncero, por su empatía y profesionalidad. Le dije en diciembre que quería hacer 3 horas y 30 minutos, que era mi último majors, y me comentó que para eso tenía que entrenar al menos cuatro días a la semana, y así empecé. Pero falleció mi madre, y casi abandoné nada más empezar. No tenía ganas de correr, perdí la ilusión por los majors, por el viaje. Soy psicólogo, tengo recursos para salir, pero todavía no asimilo que la ausencia sea definitiva, aun habiendo tenido el privilegio de haberle cerrado los ojos.
“Nunca he entrenado tanto, lo he hecho por mi entrenador, Fabián Roncero, por su empatía y su profesionalidad”
Con esta situación decidí bajar días y subir el objetivo: Tres días a la semana para hacer un tiempo de 3 horas y 40 minutos. “Lo entiendo perfectamente, yo estoy viviendo algo similar”, me dijo Fabián, y así retomamos la actividad, siempre pendiente más de mi ánimo que de mi trabajo.
El 23 de febrero, antes de viajar, me llamó para decirme el ritmo que debía llevar para llegar al objetivo, pero la confianza me hizo sincerarme con él: “Sé que hemos entrenado para 3.40 pero mi objetivo real son 3.30. Fabián, nunca me consideré un atleta, soy un soldado, lo intentaré con los recursos que tengo. Yo no salgo a empatar”.
“No arriesgues, es tu último majors, Japón está muy lejos, no has entrenado para ese objetivo…”, la misma opinión que Fabián tiene mi amigo Valentín, otro buen técnico, pero me abren un poco la mano y lo fían a que sea conservador y que apriete al final.
Son las 7:45 horas del día D. El cielo está despejado pero hace frío, 7 grados. En el hotel todo es adrenalina, los argentinos, los mexicanos, los uruguayos… todos con la camiseta de su país, con sus banderas. También hay brasileños, portugueses, y luego estamos los españoles. Somos catalanes, navarros, vascos, canarios, murcianos, asturianos, madrileños, andaluces, gallegos, y por supuesto, un segoviano que lleva una camiseta similar al maillot del campeón de España de ciclismo.
Salimos del hotel, y me quedo congelado. Debería haber traído algo para abrigarme, pero como los japoneses son tan ordenados y limpios me habían dicho que no permiten tirar nada de ropa como en otros maratones, así que salgo a cuerpo como mis acompañantes, un madrileño, un andaluz, un murciano y un simpático catalán. Nos equivocamos de corral, porque a pesar de que los japoneses son muy ordenados, simpáticos y amables, no se les entiende nada, pero gracias al lenguaje no verbal: “¿Este color de dorsal dónde va?”, logras que te lo señalen.
UN SUSTO ANTES DE EMPEZAR
Por fin encontramos el corral C. Al menos da un poco el sol, pero noto en el gemelo derecho una especie de tirón, una contractura como cuando se te sube el gemelo, un dolor terrible que me hace cojear, y menos correr. “Qué c… pasa”, murmuro mientras pienso que ahora firmaría solamente terminar.
Juanra, murciano, me dice que relaje la pierna, me baja la media compresora y me pulsa con el dedo en el foco del dolor. Me hace ver las estrellas, pero cuando suelta, el gemelo me descansa y me dice que lo tengo irradiado. No sé lo que es eso, pero me explica que cuando aprieta la contractura se va hacia otro sitio, y que cuando salga, se calentará y no me molestará.

A nuestra zona del cajón se acerca un argentino del grupo con su inseparable cámara en la mano, Leonardo Mourglia ‘Colo’, un youtuber con más de 1.200.000 seguidores al que todo el mundo conoce por sus vídeos. “¿Qué pasó por acá?” me dice, y le explico que me ha dado como un tirón, pero que ya parece que estoy mejor. Este muchacho se pasa toda la carrera con la cámara en la mano grabando y suele llevar siempre gente a su lado, ‘chupando cámara’, para luego salir en los vídeos que ven más de 100.000 personas.
Un poco más tranquilo, levanto la cabeza y observo los enormes rascacielos de alrededor y una pasarela que comunica dos de ellos, que tiene colgadas dos lonas que pone ‘Tokyo’. A las 9,10 horas se da por fin la salida con una especie de disparo de confeti, estamos en marcha.
Salgo con Edu. La idea es ir juntos algunos kilómetros, pero el maratón es un deporte individual y solitario. Los demás pueden ser referencias, pero la lucha es contra uno mismo y pronto estoy solo.
“En esta maratón nadie tira nada al suelo salvo algún imprevisto. En esta ciudad está todo absolutamente limpio”
Los primeros kilómetros son de ritmo rápido, alentado por la emoción y la expectación que llena ambos lados de la calle, aunque los japoneses no son muy eufóricos. Animan pero con discreción y casi en absoluto silencio, hasta que en el kilómetro 7 oigo decir a una japonesa: “Spain”. Sé que me lo dice a mí, así que salgo como un cohete. Qué bien suena esa palabra cuando la oyes en el extranjero; la oí en Berlín (“spanien”) y sobre todo en Boston (“go Spain”, “good job Spain”, “vamos España”, “viva España”). A otros les encanta que lleve en la gorra una correa blanca con el punto de la bandera de Japón, como sus aviadores de la Segunda Guerra Mundial, con dos caracteres en grafía japonesa. Uno significa ‘coraje y fuerza’, el otro ‘paciencia’.
Cuando miro mi nuevo reloj veo que se ha parado, que no marca. Vaya bronca que me espera de mi cuñado Perico, que me lo había dejado preparado todo, solo para tocar un botón. Reinicio porque los datos que me interesan son pulsaciones y ritmo por kilómetro, y eso sí que lo sé poner. Veo que voy un poco alto de pulsaciones, 157, cuando mi idea era no pasar de 150 la primera media. En ritmo también voy un pelín rápido, pero bien, haciendo respiración abdominal para relajar y oxigenar más.
Aunque quiero no puedo bajar el ritmo. Es la gente, la ciudad, los edificios, los símbolos o carteles de los establecimientos, es que estoy corriendo en Tokyo…
He encontrado una buena referencia para llevar la marcha, es una pequeña japonesa que mantiene un ritmo constante, y hago varios kilómetros con ella. Es del mismo Japón, bajita, de tez muy blanca, con el pelo negro, fino y liso, y va totalmente de naranja. Para los sintoístas, el color naranja es el color de la energía.
UN DESPISTE POR IR A LO MÍO
En el kilómetro 15 de carrera nos esperan los acompañantes de nuestro grupo, pero estoy tan concentrado que no los veo, así que espero bronca de mi mujer, que si “todos han saludado a sus mujeres”, que “en qué ibas pensando”, “el único que no ha saludado”, “han dicho que en la izquierda por qué ibas tú por la derecha…”.
En el kilómetro 20 veo la entrada al templo budista de Sensoji en el barrio de Asakusa. Saco el móvil y me pongo a hacer un vídeo. Al girar a la izquierda, aparece la torre de comunicaciones de Tokyo, de 634 metros de altura y justo al lado el edificio Asahi Beer Hall, de la cervecera Asahi y que simula una jarra de cerveza, con el cuerpo del edificio amarillo y coronado por una parte superior en color blanco que sobresale del cuerpo del edificio, simulando la espuma.
La media maratón la paso en 1 hora y 36 minutos. Todo el mundo me diría que voy muy rápido y yo también lo pienso, pero voy bien, incluso he bajado pulsaciones, doy 155.
Los avituallamientos son exclusivamente en vaso. Primero ponen una bebida isotónica y después agua. He bebido en todos, las dos cosas. Al final hay unas cajas donde todo el mundo deposita los vasos vacíos, porque nadie tira nada al suelo salvo imprevistos, y entonces los muchos voluntarios lo recogen inmediatamente. El aspecto general del país es ese, no hay coches estacionados en las calles, no he visto papeleras, no hay ni un pequeño papel tirado en el suelo, ni una colilla, no he visto fumar en la calle, está todo absolutamente limpio. Cuando tomas un gel, por inercia, lo llevas en la mano hasta un avituallamiento donde lo tiras en el lugar previsto.
También he tomado geles propios, pero se me ha salido un poco de líquido y tengo la mano pegajosa. Es una desagradable sensación de suciedad, aunque conservo el envase para cumplir con sus normas, pero lo peor es que tengo ganas de orinar.
Bien es sabido que en Japón no se puede orinar en la calle, no está bien visto hacerlo en cualquier sitio, como tantas veces se ve por el mundo en esas carreras de Dios, pero aquí se considera una falta gravísima. Tengo claro que no lo voy a hacer, y menos aún con una camiseta con la bandera de España en pecho, espalda y mangas.
El kilómetro 31 de carrera era el segundo sitio donde los familiares podían vernos, así que desde un kilómetro antes estoy muy pendiente de no pasar de largo sin saludar, así que bajo un poco el ritmo y recupero energías y presencia física. Esta vez sí, localizo a los amigos, y paro a abrazar a mi mujer darle un beso. Con eso me gano a todos los japoneses de la calle, para ellos los gestos de cariño representan algo admirable, muy cercano a lo que ellos entienden por respeto, lealtad y honor.
Con esta pequeña euforia llego hasta el kilómetro 33, donde ya abandono todo control de mi cuerpo, que empieza a consumir todos los recursos disponibles. Ya no hay respiración abdominal, ni técnica de carrera, sino sacrificio, oficio y lucha, en una larguísima recta que nunca acababa, viendo pasar en sentido contrario a los mejores, y sabiendo que si ir ya me parecía eterno, todavía quedaba volver en sentido contrario.
“Veo la meta y recobro las fuerzas, levanto la cara, y por supuesto cruzo la línea saludando militarmente”
Por fin doy la vuelta. Ahora el sol calienta, pero el viento que nos había dado de cara en la ida, y que ahora debía ayudar, se ha parado. No quiero motivarme emocionalmente acordándome de mi madre o lo cerca que estoy del objetivo, porque es demasiado pronto. Pero el cuerpo enciende sus alarmas para protegerse, y la planta del pie izquierdo se queda como dormida. Cada vez que piso me abrasa, así que busco alternativas y comienzo a pisar con el talón para que se relaje. Así me paso casi 3 kilómetros.
Cuando veo el kilómetro 38, pienso que lo tengo, pero me armo de paciencia. Pasado el kilómetro 40 veo que llevo 3 horas y 7 minutos. En el 41 estaba Carmen, una madrileña residente en A Coruña, también con su bandera de España para animar a su marido Gerardo. El kilómetro 42 tenía que estar cerca, pero levanto la cabeza y no lo veo, no encuentro nada a nivel emocional que me motive, aunque éste sí era el momento, pero estaba tan concentrado en el esfuerzo que no tenía ese plus de fuerza y motivación.
Por fin llego a otro giro y veo otro reloj que marca 3 horas y 17 minutos. Ahora sí, veo la meta a escasos 195 metros, en los jardines del Palacio Imperial.

Recobro la fuerza, levanto la cara, y por supuesto cruzo la meta saludando militarmente. Un gaditano que me adelantó en el kilómetro 41 con una bandera de España anudada al cuello me da un abrazo. Y entonces es cuando empiezo a disfrutar del reto, solo con mis pensamientos, emocionalmente sobrepasado pero disfrutando, aplaudido por un ejército de voluntarios que me indican la dirección a seguir.
Así llego hasta una calle en la que me cuelgan la medalla de finisher de la maratón de Tokio, pero yo llevo también otro dorsal en la parte posterior de mi camisa que y que pone ‘Today is the day’ ‘I´m going for my 6th Abbott World Marathon Majors Star’. (Boston, London, Berlin, Chicago, New York y en letras rojas Tokyo 2024). Me desvían hacia otra pequeña calle, donde me entregan el pin acreditativo de los 6 majors. Después llega la espectacular medalla con su cinta azul, con cada una de las medallas de los maratones integrantes del selecto club, que da derecho a ingresar el en Wall of Fame, un mural donde vienen los nombres de todos los que tienen la medalla, colocados por nacionalidades y orden alfabético. Hasta el momento actual había 6.600 personas, 262 españoles y 1 segoviano. En 2024, finalizamos el circuito 2.657 personas.
Dedicado a mi madre, que tanto disfrutaba viendo las medallas que conseguí en mis 37 maratones. Siento que no haya podido ver la más bonita.
