Conocí a mi amigo y tocayo, Jacobo Königsberg, frente a una buena taza de café en la Ciudad de México. Cuando nos presentaron, él ubicó en el mapa político de mi atlas virtual, la ciudad de la que su familia era originaria y que habría dado nombre a su apellido. A título anecdótico, les diré que, para mí, a partir de aquel día, esa ciudad del Báltico, hoy Kaliningrado, pasó a ser mucho más que una referencia de la Europa del pasado o uno de los escenarios en los que Euller planteó alguno de sus famosos juegos matemáticos.
Me gusta pensar que a mi amigo también le sucedió algo parecido con Segovia. Lo digo un poco en base al contenido de las conversaciones que pudimos mantener a lo largo de muchos años y en las que en ocasiones hacía gala de su conocimiento acerca de nuestra ciudad y de su patrimonio.
Jacobo, Doctor en arquitectura y desde joven, conocedor del oficio de joyero, también era pintor y escritor, aunque él prefería decirse “cuentista”. Visitaba con frecuencia, una de las Sinagogas del barrio, y después, era raro el día que no aparecía por el café Guardatiempos en busca del distinguido y nutrido, grupo de parroquianos y amigos.
En las ocasiones en las que se generaba algún debate de tono un poco más elevado, de entrada y como si con él no fuese la cosa, hacía gala de su prudencia característica y permanecía callado, disfrutando en aquel delicioso y cotidiano café, originario de Chiapas y en parte veracruzano. Así, silencioso y en apariencia distante, analizaba los comentarios en espera el momento adecuado para dar rienda “contenida” a algún argumento impregnado de sentido del humor y de visión crítica. Cuando esto sucedía, una de dos, o canalizaba en “su dirección”, el foco del desacuerdo, o definitivamente, se relajaban los ánimos y la dinámica de la tertulia se distendía.
En una de aquellas, con el tema de “la Hispanidad” encima de la mesa, surgió una conversación centrada en los mitos de “la conquista” y que dio pie a los típicos argumentos gruesos. Un instante puntual y crispado, que propició que más de uno de los presentes entrásemos al “trapo” en medio de un fuego cruzado de orgullo ibérico y cierta susceptibilidad. Jacobo, como hombre pacífico, solía calmar los ánimos. En aquella ocasión, simplemente me comentó: “Gracias. Te agradezco que nos repartamos de vez en cuando, la ira colectiva”. Y con esto y unas risas, se llevaba la conversación por derroteros mucho más amables. Como otro día que terminamos bromeando sobre Leonard Cohen, que no hacía tanto había sido galardonado con un premio Príncipe de Asturias o también comentando, cómo otro Königsberg, en este caso Woody Allen, no hacía mucho que había obtenido el mismo galardón. Jacobo tenía su propia teoría sobre el por qué andaban premiando a tanto israelita por el Reino. “Primero les expulsaron y ahora les premian. A ver si, al final, no van a ser ustedes, un pueblo tan bárbaro y tienen hasta conciencia”.
Jacobo era uno de esos espíritus libres, forjados por la curiosidad y la experiencia que propicia el pensamiento crítico y que en parte reside en la observación del detalle, incluso del que pasa desapercibido. Como les comenté, estudió arquitectura en la Academia de San Carlos, perteneciente a la UNAM y muy cercana al zócalo capitalino. Históricamente, el proyecto del edificio y su actividad concreta, fue encomendada en 1781 por Carlos III, rey de España, con la intención de albergar la Real Academia de las Artes de la Nueva España inspirándose en la que, hacía poco más de una década, había sido concebida como la Real Academia de Arte de San Fernando, en Madrid. De esa manera, la Academia San Carlos, pasó a ser, además de escuela oficial de arquitectura, pintura y escultura, el primer museo de arte de todo el continente americano. “Curiosa manera de colonizar la suya, que se generaron su propia competencia”, me dijo al explicarlo mientras bromeaba con ese empeño español por replicar la vieja España en su homónimo americano. Así era Jacobo, una fuente de sorpresas cuya opinión, como hombre pacífico que era, me hubiese gustado escuchar al respecto de todo lo que está sucediendo, pero hace más de dos años que nos dejó, también en primavera, aunque desde antes, ya se le echaba de menos por el café Guardatiempos donde habíamos dejado de tener noticias suyas, pero sabíamos que había decidido unirse con su esposa, en la residencia israelita para mayores de Cuernavaca y así, poder disfrutar junto a ella, de la eterna primavera con la que Dios bendijo, aquella maravillosa tierra.
