Francisco Javier Mosácula María (*)
La situación de excepcionalidad que estamos viviendo como consecuencia de la pandemia provocada por el coronavirus puede parecer insólita si la observamos desde el corto espacio de tiempo que significa una vida humana. Pero si tenemos en cuenta un periodo de tiempo mayor, como es el tiempo histórico, nos damos cuenta que situaciones como la actual no tenían nada de extraordinario, pues por las grandes crisis demográficas ocasionadas por periódicas hambrunas o por las mortíferas visitas de toda suerte de epidemias, el ser humano ha vivido en un continuo desasosiego esperando la llegada —que sin duda alguna recibirían varias veces a lo largo de su vida—, de esta especie de “jinetes del apocalipsis” dispuestos a acabar con la presencia humana sobre la faz de la Tierra.
Los grandes avances logrados en medicina, los adelantos técnicos que nos han ayudado a superar los rigores y penalidades en el trabajo y la vida regalada que disfrutamos como consecuencia del presente estado de bienestar, nos han hecho creer que siempre hemos sido perpetuos merecedores de la vida paradisiaca que conocemos y disfrutamos, cuando la realidad es que la Humanidad, a lo largo de su dilatada existencia, ha soportado penalidades sin número al vivir en un purgatorio, en el que se incluían frecuentes estancias infernales alternadas con brevísimos estados de gloria.
Los efectos de la “peste atlántica” de 1599 los conocemos perfectamente y tenemos testimonios de la dramática situación que tuvieron que soportar nuestros paisanos para superar esta crisis y de los inmensos desasosiegos que padecieron ante la certeza de la fragilidad de la vida, la inoperancia de los recursos médicos y la incertidumbre que provocaba la posibilidad de morir sin el auxilio de los sacramentos. Si malo era no tener médicos a los que recurrir, en una sociedad tan sacralizada, era peor no tener consuelo espiritual para los moribundos. El desasosiego que provocaba la posibilidad de morir en pecado, tuvo una importancia psicológica en la sociedad mucho más nociva que la falta de médicos. La gente buscaba más la salud del alma que la del cuerpo. Se resignaban ante la enfermedad y la muerte, pero no a morir en pecado.
Bien por azar o quizá por ser la mujer la que trataba en el aseo de las ropas portadoras de la pulga transmisora de la enfermedad, lo cierto fue que en casi todas las poblaciones el primer enfermo afectado se trataba de una mujer. Asociando el castigo divino a la mujer como inductora de todos los males por su conducta negligente e irresponsable, al igual que la bíblica Eva o la mítica Pandora, siempre era una mujer la culpable del contagio.
No nos está permitido tratar de hacer comparaciones entre lo que vivimos en el presente y lo que vivieron los segovianos de finales del siglo XVI. Las situaciones sociales, el nivel de conocimientos y las mentalidades imperantes de cada época son totalmente distintas. El hombre actual no puede juzgar los hechos históricos con la mentalidad propia del siglo XXI, sino que tiene que empatizar y tratar de comprender, de la manera más certera posible, lo que pensaban los hombres de la Edad Moderna, aceptando sus valores y modos de comportamientos y siendo conscientes de que lo que para nosotros hoy en día es reprobable, para la mentalidad caballeresca y sacralizada de los hombres del Renacimiento era lo socialmente aceptado. Pero, indudablemente, si nos es posible establecer similitudes y buscar paralelismos a la hora de comparar las reacciones humanas ante la adversidad.
La peste que afectó a Segovia en 1599 fue bubónica, aunque también la había septicémica y pulmonar, ésta última mucho más contagiosa y letal. La bubónica se transmitía a través de la picadura de la pulga de la rata negra y la pulmonar lo hacía por contagio aéreo, es decir, tal y como lo hace hoy en día la gripe o el Covid 19 que tan aciagamente padecemos. Aunque proliferaban los tratados médicos sobre la peste, el origen de la enfermedad se ignoraba por completo y por tanto las soluciones que aportaban dichos tratados podríamos considerarlas descabelladas e inoperantes. La general opinión admitida por los contemporáneos era que se trataba de un castigo de Dios en respuesta a la vida pecaminosa de los hombres. Ante la ineficacia de las soluciones aplicadas por la medicina, el concepto que se tenía sobre el personal sanitario solamente podía ser de desconfianza. La atención médica solamente estaba al alcance de los que podían pagarla, lo mismo que la de los boticarios. Sin embargo, el común de la sociedad, se tenía que conformar con los cuidados de barberos, curanderos y embaucadores que se atribuían el poder de sanar mediante el uso de palabras, más o menos esotéricas, y toda clase de sortilegios afirmando estar en la posesión de poderes mágicos.
La peste entró a España por los puertos del Cantábrico en noviembre de 1596. Poco tiempo después, en julio de año siguiente, el Ayuntamiento de Segovia decidía tomar precauciones para defenderse del contagio de tan peligrosa enfermedad. Se procedió a la construcción de una cerca que rodease la ciudad y sus arrabales con el objeto de impedir la entrada de los que viniesen de fuera, llevando un severo control tanto de las entradas como de las salidas de la ciudad.
Según se fue acercando el mal a la ciudad, se intensificaron las medidas de aislamiento iniciales, prohibiendo la apertura de mesones y posadas a la vez que se procedía a la recaudación de fondos para poder afrontar los gastos que se avecinaban.
Una vez infestada la ciudad, las medidas consistieron en habilitar como hospitales la leprosería de San Lázaro, la ermita de Santa Catalina, la iglesia de San Pedro de los Picos y un edificio conocido como las Plagas, situado en la calle Gascos. Los hospitales de La Misericordia y de Los Desamparados, en el recinto amurallado de la ciudad, se reservaron para el resto de enfermedades que no estuvieran relacionadas con la peste. De todos modos, el número de infestados fue tan enorme que las gentes morían por las calles. Una vez declarada la fiebre, el enfermo perdía la cabeza, se volvía frenético, abandonaba su casa y deambulaba dando voces por las calles como un loco, para morir en el suelo o en cualquier portal.
Si a la mujer se la empleó como a los soldados de vanguardia ante la enfermedad, encomendándolas el cuidado directo de los enfermos en los hospitales, condenándolas al contagio y casi con toda seguridad a la muerte, a los pícaros y truhanes se les encomendó la labor de proceder a la recogida de cadáveres y su posterior enterramiento.
Tras unos cinco meses de continuo sufrimiento, la enfermedad comenzó a remitir a principios del mes de septiembre, tras haber invocado previamente al bienaventurado San Roque, abogado de la peste.
Las cifras de fallecidos hablan por sí solas: 1.218 muertos en los hospitales y 2.464 en las casas y por las calles. Si Segovia contaba con unos 22.000 habitantes, estas 3.682 víctimas registradas en la ciudad, significaban el 16,7% del total. En los lugares de la tierra se contabilizaron 1.313 víctimas, lo que hace que para la Comunidad y Tierra de Segovia ascendiera el número de fallecidos a la cantidad de 4.995.
Las consecuencias económicas fueron enormes, pues significaron la paralización de la ciudad. Para evitar la hecatombe, el Ayuntamiento adelantó la cantidad de 50.000 ducados a los fabricantes de paños para que no cerrasen sus fábricas y mantuvieran a sus trabajadores ocupados. El total de los gastos ascendió a 110.000 ducados aproximadamente, sumando lo adelantado a los fabricantes, el coste de los abastecimientos y los gastos inherentes al cuidado de los enfermos. Si tenemos en cuenta que un trabajador cobraba al año entre 55 y 60 ducados, podemos hacernos una idea de la magnitud de la deuda ocasionada.
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(*) Doctor en Historia por la UNED
Autor del ensayo titulado: LA PESTE DE 1599 EN SEGOVIA, y de la Novela histórica titulada: PESTILENCIA, LA CÓLERA DE DIOS.
