La batalla de las Termópilas es uno de esos casos en los que la resistencia tenaz ha hecho más famosos a los derrotados que a los vencedores. En ningún concurso de televisión (actual) se hacen preguntas sobre Jerjes y sin embargo Leónidas (en su versión hollywoodiense) ha logrado la fama inmortal a que aspiraba (al menos eso decía en la película). De lo que allí ocurrió y de su significado no queda casi nada. Por no quedar, no quedan ni las Termópilas. Todo se ha reducido a que unos pocos se enfrentaron a muchos, y su sacrifico no fue en vano.
Frente a los colorines cinematográficos y de comic, y no te digo los de los videojuegos, prefiero los versos de Cavafis (1863-1933) en su poema Termópilas. Allí, sin contar la batalla, retrata lo que para un nacionalista griego fueron aquellos trescientos. Los que andamos luchando por la vida, aunque no seamos de fiereza espartana, ni tengamos enfrente una muchedumbre armada empeñada en aniquilarnos, podemos aprender algo de ese retrato, que un poeta del siglo XX hizo de aquellos héroes griegos.
Los ancianos de las diversas etapas de la historia han pensado con frecuencia que los jóvenes con los que coinciden carecen de Termópilas
“Honor a aquellos que en sus vidas // se dieron por tarea el defender unas Termópilas. // Que del deber nunca se apartan”. Los ancianos de las diversas etapas de la historia han pensado con frecuencia que los jóvenes con los que coinciden carecen de Termópilas. Que les faltan ilusiones de verdad. Y eso se nota, dicen, en que no se esfuerzan lo suficiente por conseguir eso que debieran desear. O, al menos, que ellos, los ancianos criticones, lucharon más por conseguir sus metas. Lo repetido de la queja suena a lo mismo que las afirmaciones que aseguran -según avanza la edad- que la televisión de antes era mejor que la de ahora. Y da igual qué época sea la de antes y la de ahora. Si esto fuera verdad, la mejor televisión sería la de los inicios… y parece que no fue así.
Pero el poema sigue para viejos y jóvenes: “Que del deber nunca se apartan; // justos y rectos en todas sus acciones”, y eso sí que es difícil: más que resistir cinco días con trescientos frente a cien mil (o los que fueran los persas). Cumplir siempre el deber es la primera y fundamental parte de la definición de lealtad: la exactitud en el cumplimiento de los deberes. La gente, en cualquier época, apenas se ha enterado mucho del significado de este término. Probablemente se han quedado en su segunda a tercera acepción: los apegos que muestran al hombre ciertos animales. Quizá sin saberlo se confirma así lo que muchas encuestas proclaman: son cada vez más quienes prefieren la compañía de un perro a la de un ser humano.
La lealtad, su definición más bien, es algo más. Y es tan importante como lo primero, porque esta cualidad, esta virtud, como todas, si no se da completa no se da; no se agota en eso básico de cumplir los deberes: así, a secas. Implica también otros esfuerzos que no cuesta decirlos, pero el cumplirlos tiene su emoción: ha de haber proporción en la correspondencia a los afectos. Y por ahí siguen los versos: “Pero también con piedad y clemencia; // generosos cuando son ricos, y cuando // son pobres, a su vez en lo pequeño generosos, // que ayudan igualmente en lo que pueden”.
Clementes: que no es esa especie de lástima que lleva a hacer concesiones que se cargan la justicia. El ‘pobrecillo’ que antecede la concesión de un favor inmerecido, normalmente con el dinero o los recursos de otros (del estado, o de la comunidad, o del ayuntamiento, o de la empresa, o de la institución que nos han confiado). La clemencia nos lleva a compartir dificultades y penas. La generosidad a intentar resolver apuros con nuestros recursos, en mayor o menor cuantía en función de nuestras posibilidades, pero con generosidad siempre.
Y cuando no es cuestión de recursos económicos, el generoso ayuda como sea, en lo que esté a su alcance
Y cuando no es cuestión de recursos económicos, el generoso ayuda como sea, en lo que esté a su alcance. Con naturalidad, sin pasar facturas, sin recordarlo, porque muchas veces la generosidad se traduce en comprensión, casi siempre en compañía, en prestar los favores legítimos a nuestro alcance y no en dádivas ni limosnas. En definitiva: en dedicar tiempo a quienes lo necesitan: mayores, maduros, jóvenes o niños. Con los dos últimos sabiendo ponerse siempre en cuclillas para ‘estar a su altura’ y poderlos comprender.
El perfil humano de los espartanos de Cavafis se completa así: “Que siempre dicen la verdad, // aunque sin odio para los que mienten”. Más que griegos parecen caballeros medievales (de novelas de caballería o de películas de los años sesenta). Si difícil es decir la verdad y además sin ofender; el mantenerse templados por dentro y distinguir la mentira de quienes mienten es algo más que un ejercicio de voluntad o el fruto de las descomprensiones emocionales de los manuales de autoayuda.
“Y mayor honor les corresponde // cuando prevén (y muchos prevén) // que Efialtes ha de aparecer al fin, // y que finalmente los medos pasarán”. En una sociedad de triunfadores, la de todos los tiempos, no nos engañemos, la derrota tiene siempre mal cartel. Hay que evitarla desde luego, lo que no está tan claro es que deba hacerse a cualquier precio. Si hay cosas que no se compran ni venden es lógico que los recursos del enemigo nos superen y acaben pasando.
El éxito de Leónidas era aguantar todo lo que pudiera, retrasar el avance de Jerjes. Había una ligera posibilidad de conseguir el pleno: soportar la presión hasta la llegada de la ayuda griega; pero era muy poco probable, ya se vio que imposible en la práctica. La traición (Efialtes) era casi previsible. Esto pasa mucho en nuestras vidas: hay pocas victorias totales y las que se consiguen dejan siempre heridas en los triunfadores.
Pero me parece más digno del ser humano plantearse la vida de cada día como uno de los resistentes de las Termópilas que como la Odisea de un día cualquiera del Ulises de James Joyce.
