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Teresa Sanz Nieto – La cola de todos

por Redacción
29 de abril de 2019
en Opinion, Tribuna
teresa sanz nieto
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En 1946, siete años después del final de la guerra civil, en España se elaboró un censo electoral. En él aparecían todos los hombres y mujeres mayores de 21 años, en lugar de los 23 que hasta entonces habían marcado la mayoría de edad. Aportaba bastante información: apellidos, nombre, sexo, edad, profesión, domicilio e incluso “instrucción”, si sabías leer y escribir. Ese censo nos habla de nuestros antepasados y, por tanto, de nosotros mismos. Por ejemplo, de mis abuelos paternos, por entonces con 54 y 47 años, respectivamente, guardia civil y sus labores, y mis otros abuelos, de 44 y 41 años, propietario y sus labores, de nuevo; mis padres no están, porque eran menores, pero sí alguno de mis tíos mayores, en aquel tiempo muy jóvenes, uno estudiante y otro jornalero.

En plena posguerra, en la ciudad gris y hambrienta vivían algo menos de 25.000 vecinos. En el casco viejo, en la almendra de Segovia, se registraron casi 5.600 censados, a los que habría que añadir los menores, que eran muchos. Comparado con los dos mil vecinos, y muy mayores, que habrá ahora en el recinto amurallado, en 1946 el casco viejo estaba repleto. Con una cocina económica y un par de alcobas frías, vivía una familia numerosa.

En la calle de mis abuelos, las Descalzas, el censo contabilizó 45 votantes, de los que diecinueve eran religiosas del convento carmelita. Del resto, había diecisiete mujeres y nueve hombres. Entre las primeras, diez amas de casa, y también dos costureras, una asistenta, una demandadera, una jornalera, una maestra nacional… Entre los hombres, dos carpinteros, dos herreros, un tipógrafo, un empleado, un botero… y un solo pensionista.

En los arrabales, en la calle San Marcos, donde nació mi madre, sumaban 76 votantes, 39 mujeres y 33 hombres; entre las primeras, alguna viuda demasiado joven. Ellas, casi todas dedicadas a sus labores, siendo la principal administrar la miseria. Seis de las mujeres no tenían instrucción, incluida la dueña de la tienda del barrio, que sin conocer letras, ni números, controlaba el negocio a la perfección. Solo otras tres tenían empleo: una doncella, una sastra y una pastora. Ellos eran: doce jornaleros, siete albañiles, cuatro chóferes, dos empleados, un pintor, un maestro, un pastor, un barrendero, un botero, un fundidor, un sereno, un sastre, un carpintero, un subsidiado y uno más del que se especifica que su ocupación era “ninguna”.

Casi todas las personas de aquel censo, con apellidos que nos suenan, porque son los nuestros, fueron a votar unos meses después la Ley de Sucesión del Estado, con la que Franco quería dejar claro quién mandaba aquí, en la España “del Movimiento Nacional, católica, anticomunista y antiliberal”, como decían. Mis abuelos y sus vecinos, gente obediente y resignada, debieron ir a votar, ese 6 de julio de 1947, un día caluroso y típico de veraneo, si es que por entonces alguien hubiera podido pensar en vacaciones. Para identificar a los votantes, y para que no faltase ni uno, se les exigía y sellaba la cartilla de racionamiento, la del aceite, las patatas y la harina de almortas…

Después de aquellas urnas, hubieron algunas otras, no muchas: un referéndum similar diez años después, y elecciones parciales y con las cartas marcadas. Cuando en diciembre de 1976, ya muerto el dictador, se votó la Ley de Reforma Política, mi abuelo Francisco ya había fallecido.

Todo esto conviene recordarlo cuando una se acerca a un colegio público, con pupitres bien gastados y sillas con patas de hierro, y hace cola para depositar el voto. Ahí, una mañana de domingo, sin músicas, sin actos multitudinarios, sin abucheos ni aplausos, entre gente muy normal. Asistentas, carpinteros, albañiles y jornaleros, alguna maestra e incluso algún herrero, un militar y más pensionistas, funcionarios y estudiantes que antes, y también más desempleados. Ahí, haciendo cola, todos con nuestro voto en la mano.

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