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Sueños de Victoria

por Julio Montero
24 de noviembre de 2021
JULIO MONTERO 1
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En las guerras todos sueñan con la victoria. Muchas veces más que un sueño es una esperanza o un deseo que implica una mayor o menor dificultad para su cumplimiento. Y la victoria suele suponer en estos sueños la eliminación del enemigo, al menos su desaparición del horizonte. Y eso pasaba también en la Guerra Civil española. Todos soñaban con la victoria. Todos… salvo Victoria. Ella tenía sueños propios, suyos y durante bastante tiempo persistentes.

En julio de 1936 era la mayor, la hermana mayor, y acababa de cumplir, como quien dice, trece años. Trece años de los de antes de la guerra, que eran muy distintos de los trece años de ahora. Incluso de los trece de sus tres hijos. Su padre era peón de albañil, casi lo mínimo que se podía ser en el mundo laboral de la capital y su madre podría haber sido protagonista decidida de una zarzuela. Él había venido de Aranjuez a buscarse la vida. Ella había nacido en esa lucha ya en la capital, en el Puente de Segovia.

Entre el 18 y el 30 de julio se armó el jaleo en la ciudad. Victoria no recuerda nada especial de esos primeros días. La guerra para ella empezó poco después. Por octubre su padre fue a trabajar en la construcción de las trincheras de la zona de la Ciudad Universitaria de Madrid: por anarquista (se había apuntado a la CNT unos meses antes tras enfadarse con varios de la UGT donde estaba hasta entonces) y por albañil. Y tuvo un accidente laboral: fracturas varias, hospital… y evacuación a Valencia. Tras él fueron su mujer y su dos hijos, que hicieron el viaje hacia la costa en lo que fueron pillando y con un bagaje no complicado de transportar: casi nada. Camiones, camionetas, carros de mulas… de todo hubo.

En Valencia pasaron la guerra. Localizaron a su padre, que se dice pronto pero fue un lío muy grande que duró varios días. Les asignaron un domicilio compartido para vivir. El albañil anarquista se curó: otra cosa meritoria. Quedó exento de tareas militares, porque la curación fue como fue. Y comenzó la guerra “normal” para un matrimonio con dos hijos, emigrantes forzosos, y sin trabajo en una ciudad en la escaseaba mucho la comida (para los pobres especialmente, aunque fueran anarquistas) y claro: se pasaba hambre.

Esto es importante, lo del hambre de los pobres, porque en aquella época ser pobre era algo muy distinto a lo que es ahora. Caer en la pobreza no era una metáfora: consistía en quedarse sin suelo bajo los pies, sin red que amortiguara el golpe, que, por otra parte no era mortal. Consistía en rodar, agarrándose a lo que se pudiera. No era un salto hacia abajo que se resolvía en un golpe mortal. Era un ser arrastrado por la pendiente de la fuerza de la gravedad social… y la vida se quedaba en girones en los improvisados agarraderos que se presentaban dejando heridas y contusiones.

Mendrugos de pan acompañados con vino: es todo lo que pudo darles su madre

Ser de Aranjuez en tierra de huertas fue una ventaja. La naturaleza dejaba algo en su residuos: desde caracoles a restos de recogidas de cosas diversas. Pero lo que les ayudó a sobrevivir en los primeros meses de hambre fueron las reservas de pan duro que una vecina había acumulado para alimentar a unos pollos que ya no existía. Mendrugos de pan acompañados con vino: es todo lo que pudo darles su madre hasta que comenzó a haber trabajo y algún recurso.

No es extraño, con este historial, que los sueños de Victoria, durante los años de la Guerra Civil y después, fuera verse por las calles de Valencia comiendo alegre y despreocupadamente: un bocadillo. Y el sueño tenía un lugar siempre fijo. Siempre la misma ciudad: Valencia, aunque en mayo de 1939 ya estaban los cuatro de regreso en Madrid. Valencia quedaba como referente de ensoñaciones: una foto que la mostraba guapa, joven… vestida de valenciana y la hucha familiar, que durante décadas fue “la valenciana”: una cerámica coloreada de una mujer que llevaba un cesto de flores con una ranura, para meter allí los duros y pesetas que permitían modestos extraordinarios familiares.

No recuerda que el bocadillo fuera de algo especialmente apetitoso (jamón o un clásico parecido). Lo que convertía en grandioso aquello era que fuera bocadillo: dos rebanadas de pan, crujiente, blanco, inacabable (no porque fueran grandes, sino porque no tenían fin en sus sueños), que envolvían cualquier embutido.

Tiene gracia, porque los bocadillos se definen siempre por su contenido: son de jamón, queso, chorizo, salchichón, tortilla… con sus mezclas y combinaciones. Eso los clásicos. Ahora ya han desaparecido casi y abundan los sándwiches de cosas raras que se anuncian además sin pudor alguno. Pero en este caso, el sueño era el bocadillo como entidad, lo que casi equivale a decir el pan que lo conforma.

Ese aprecio por el pan se ha mantenido. Victoria sigue tomando pan. Y lo sigue guardando: no lo tira nunca. A veces sus hijos le hacen bromas: mamá como no tiras pan, siempre comes el del día anterior. Y si dejan de comer pan, porque al parecer, le dicen, es muy dañino, ella les recuerda que tiene 98 años y está muy bien de salud… y de cabeza (soy mayor, pero no estoy tonta). Y cada noche, con mucha frecuencia, sigue tomando un pequeño bocadillo (apenas un bocado): “el tripartito”, algo de pan, algo de queso y algo de embutido no graso.

Me gusta pensar que un sueño se ha hecho realidad y que la guerra (la Guerra Civil) también sirvió para soñar, con tal fuerza, que ha permitido a mucha gente cumplir sus sueños.


(*) Catedrático de Universidad.

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