Mi querida María Bernardo de Quirós me contaba que durante la Guerra Civil varias familias pasaron los primeros días de combate —julio y agosto del 36— dentro del túnel de Gudillos. Ella apenas tenía ocho años, pero recuerda que allí dormían, comían y asustados, oían las explosiones en los enfrentamientos. Desde que lo escuché no he mirado de igual forma a ese túnel de tren de apenas trece metros de longitud. Cuando hoy veo las imágenes de Ucrania en su tenaz resistencia, regresan a mí aquellas historias.
La familia de Shasa duerme en el sótano de un edificio entre los aullidos de las sirenas antiaéreas y los estallidos. Tienen miedo; en una guerra el odio y el miedo es lo único que no se entierra. Nathalia abraza a su hija de trece años en Madrid; la niña ha conseguido venir sola a través de Polonia. Yuri, su otro hijo de 24 años, combate en algún lugar del Dombás.
La guerra no distingue lugares, ni tiempos, ni idiomas, aunque supongo que es más difícil matar cuando el enemigo habla tu misma lengua materna. La guerra es hambre y terror. La guerra son refugios en sótanos y túneles, preguntas sin respuesta, es atrocidad y mentira; escombros de vidas rotas sin rumbo. Somos nosotros.
La historia de María no es distinta a la de Shasa, ni a la de Nathalia o Yuri. Ni es distinta su mirada de incomprensión. La única diferencia es que hoy la desesperación ha cambiado el refugio de un túnel en Gudillos por un sótano en la ciudad de Járkov.
