Me asomo a El Adelantado. Como a una fuente, como a un pozo. Por ver si en su interior se produce el milagro de la vida. Como a un paisaje. Por hollar caminos nuevos y viejos. Como a un monumento, a un cuadro. Por comprobar si en él se plasman las virtudes artísticas que les acreditan. Entonces, en página secundaria de esquelas y obituarios, en un anuncio pequeñito que mide el avance de la presbicia, aparece mi firma. ¡Hombre! Aquí estoy yo. ¿Quién, que no sea yo, reparará en esa presencia? Yo mismo habré pasado por esa página no sé cuántas veces sin darme cuenta de ella. Un consuelo. ¿Venganza? Una sonrisa.
El Adelantado, en mi pueblo, era el periódico. No el periódico de Segovia. ¡El periódico! Se oía decir que seres superiores leían el ABC. Nunca lo supe. Luego el maestro le dio por llevar a la escuela el periódico que él leía, el Ya. Ahí nació mi amor al olor de la prensa. Pero las personas cultas e instruidas que menudeaban por lo barrios leían El Adelantado. Alguna vez paseé por sus páginas, cuando ya estaban ajadas y sin los dobleces que imponía el fajín de correos. Sixto, guardia civil jubilado y padre de mi novia, recibía El Adelantado en su casa por suscripción; viéndolo leer, esgrimiendo sus razonamientos con El Adelantado en las manos, nadie de la casa, tampoco yo, dudaba de que era un gran intelectual.
Cuando llegué a la adolescencia se me metió en la cabeza ser escritor. ¿Adónde fui con uno de mis escritos románticos que requerían el interés de una moza? A El Adelantado. Me lo publicó, toma ya. Hubo quien me tachó de becqueriano. A mí me sonó bien aquella crítica.
En otro espasmo loé la condición marinera del alcázar de Segovia. Así no, me dijo Mari Carmen Ponz, mi profesora de lengua. Por su indicación lo hilé con el soneto que, con la misma intención, escribió Dionisio Ridruejo, para quedar homenajeados los dos. Don Hilario, mi profesor de religión, obró de mediador para su publicación. Una vez obtenida yo exultaba de gozo en mi seno.
Encaminé mis pasos hacia la vocación de escritor. De entonces para acá solo he conseguido calabazas. Hasta el punto de que las sucesivas actividades a las que me dedicaba para sostener mi vocación (tuno, novio, maestro, padre, guitarra, fotografía) me han ido entreteniendo para no poder consumarla. Para disimular parafraseo a la zorra de las uvas con palabras de José Luis Coll, aquel gran humorista: “Me se (sic) importa una mierda que no me hayan admitido en la Real Academia”.
Por supuesto que El Adelantado ha sido testigo de mi evolución: ni rastro de mí ni de mi obra se puede encontrar en sus páginas.
Otra vez la literatura me hace mentir. Por eso me considero algo sabio, porque rectifico mucho. De estudiante me dieron un segundo premio por un cuento. Cómo disfrutó mi madre con mi foto en El Adelantado. En tiempos de Lodeiro I, y único, apareció mi cuento de San Marcos en el Adelantado. El Adelantado publicó la entrevista a propósito de mi primer, y último, libro “Cuentos de Mariolariolaranda Mariolariolarito”. Y una oración a San Marcos con motivo de la pandemia. Las fotos también me hacen mentir: fuera por algún premio, fuera por algún amigo que me pedía una foto, han ido saliendo fotos mías en El Adelantado, con firma, sin firma, con pie de foto, sin él.
Ante la evidencia renuncié no solo a publicar en El País, en El Mundo, en el ABC: ni siquiera en la revista de mi barrio, entre otras cosas porque no existe. Cuanto más en El Adelantado.
Y me inventé un juego. Yo era un columnista que mandaba mis artículos. Todos aquellos que en algún momento me dieron su correo electrónico recibían mis escritos. No es que me ahorrara los trabajos de publicar un libro, es que ahorraba a mis familiares y amigos el compromiso y el dinero de comprarlo.
Así habría dejado llegar mi entierro. Pero hete aquí que una suerte de hermanas implicadas en la peligrosa y cara (querida y costosa) tarea de sacar adelante El Adelantado (llámame cacofónico, pero, por favor, no me llames redundante) reparó en que algunas de mis palabras escritas podrían llenar los huecos de este diario. Pero qué dices: ¡escribir en El Adelantado! Solo llevo setenta años esperando la oportunidad. Ya me han publicado cuatro o cinco artículos. Allí colocado, vecino de mis leídos y admirados Emilio Montero, Darmendrail, el señor obispo, Ángel Galindo, Eduardo Juárez, Pablo Martín Cantalejo, José M.ª López, don Juan Manuel Santamaría, siento vértigo y, a qué negarlo, satisfacción y orgullo. Ahora sí que estoy cagado de miedo. No porque la mayoría silenciosa me lea o deje de leerme. Sino porque una minoría, muy minoritaria por más que selecta y autorizada, me ha dicho que les ha gustado. De seguir escribiendo, ¿seré capaz de seguir gustando? Pero ¿para qué escribo: para gustar o para poner en práctica la vocación que yo creía extinguida de escritor? Es que escribir Platero y yo, que lo habría hecho el menda de muy buena gana si no me hubiera pisado la idea Juan Ramón, y gustar a todo el mundo no está al alcance de cualquiera.
Por eso me remito a mi firma. La que aparece en una foto, junto con otras cuantas fotos, dentro de un anuncio de la artesanía que hacen las Dominicas. Allí estoy yo, lo que queda de mí, lo que he sido. Ocurrencia de un cualquiera provisional, caduco, obsoleto. También alzado de puntillas, como expirando: he existido. Lección de humildad. Como si, al final, mi hada madrina me hubiera concedido el deseo: tendrás tu hueco correspondiente. Tomo nota.
A parte de la gracia que me hace esta aparición metafórica en el periódico de toda mi vida, los sentimientos son de agradecimiento. Fíjate las vueltas que da la vida: mis Monjas Dominicas, sin pretenderlo ni ellas ni yo, me hacen aparecer en los periódicos, aunque casi nadie se entere. Gracias, Dominicas, todo fue porque cantáis gregoriano como los ángeles. Gracias a la Directora de El Adelantado, a su familia, gracias a los simpatizantes, que me pelotean después de cada aparición. Y gracias, más, con más ahínco, al público anónimo que repara en los detalles de mis cuatro letras sin saber quién soy. Como ese señor al que el otro día sorprendí leyendo absorto mi artículo en la terraza de un bar.
Sueño cumplido.
