Ángel Gracia Ruiz
Existe un espacio mágico en el interior del recinto amurallado de la ciudad, que forma parte del barrio de los Caballeros. Fue construido, allá por el siglo XVI, por el entonces regidor de Segovia, Juan de Heredia. Conocido como La Casa de las Cabezas, once yelmos coronan su puerta de acceso. Fue adquirido por el Marqués de Quintanar, de ahí su nombre actual. Sus paredes siempre han dado cobijo a intervenciones culturales importantes. Sede de la Escuela Normal, del Conservatorio de Música, de un Instituto de Enseñanza Secundaria y, a partir de 2011, lugar dedicado a la producción, investigación y difusión de la cultura y del diseño, donde artistas emprendedores y público, se dan cita para compartir experiencias a ideas a través del diseño, el arte y la cultura. El simple hecho de posar los pies sobre su empedrado hace emanar del interior una sensación de paz, misterio, recogimiento y bienestar. Sus paredes siempre están bellamente vestidas con el traje de cuadros, fotografías o diseños y sus estancias suelen acoger a esculturas que vibran en idéntico tono que el espacio que ocupan, en un acto de reverencia al vació del que todo emana.
Caminando por sus rincones y recovecos, se llega al jardín, presidido por un ejemplar de almendro centenario, cuya presencia reivindica su indiscutible protagonismo. Un empedrado blanco, inmaculado y unos pequeños arbustos y plantas aromáticas, se postran a los pies del árbol sagrado, para escuchar esa sabiduría eterna que emana de su silencio.
Desde hace unos años, en verano, este jardín da cabida a unas veladas musicales que deleitan los sentidos de los segovianos. Todo comienza a la luz del día. Los primeros compases de un jazz tranquilo, o de una guitarra flamenca suave, o de un poema amorosamente recitado, anuncian la despedida del día y el descenso de un ocaso que, muy lentamente, va sumergiéndose en la noche donde todo calla. Entre tanto, los vencejos cabriolean en inverosímiles piruetas despejando el ambiente de mosquitos. El cielo va pasando del azul claro al rosáceo, al violeta, al índigo para, definitivamente, caer en un negro iluminado por millones de luces parpadeantes. Es como si las estrellas quisieran acompañarnos durante este momento tan presente como irrepetible. Una gama de olores, a veces desconocidos, perfuman el discurrir del anochecer, a la par que la brisa fresquita va acariciando, poco a poco, esas caras y brazos calientes por el sol abrasador de un día de verano. Hay un momento en el que los sentidos, saciados de tanta percepción agradable, se recogen en una mente que calla, respira y se calma.
La experiencia resulta tan placentera, que invita al público a repetir noche tras noche. El boca a boca funciona, porque no existe mejor publicidad que la propia experiencia contada con entusiasmo. Por ello, el aforo casi siempre se llena.
A veces, si te despistas, te toca sentarte en la parte de atrás. El espectáculo que te ofrece la última fila es, si cabe, tan interesante como el que se aprecia desde la primera porque, no toda la función se representa en el escenario. La gente va ocupando sus asientos. Se levanta y saluda, porque en Segovia, nos conocemos todos.
Una abrumadora mayoría de feminidad vence a lo masculino por goleada. El consejo de ancianas va ocupando sus sillas. Mujeres sabias y ricas de conocimiento innato a su condición de solteras, esposas, madres, abuelas y, muchas de ellas, actualmente viudas. Antes de salir de casa, se colocan su más elegante vestido fresquito de julio. Se calzan sus pies cansados con unos zapatos cómodos, pero a la par elegantes en grado sumo. Se cuelgan esos pendientes de perlas, a juego con el collar, que les regaló su esposo, o padre, hace ya tanto tiempo, que ni recuerdan. A veces van acompañadas por su bastón de mando, ante la falta de ese brazo amigo del que tantas y tantas veces se han colgado para transitar el empedrado de las calles del centro de la ciudad. Ese esposo, amigo o confidente, al que tanto echan de menos aunque, con los años, se volviera un poco gruñón. En ocasiones, acompañadas por una amiga. Muchas veces solas. Su porte las delata. Se trata de mujeres que guardan en la biblioteca de su interior cientos de volúmenes de experiencias escritas en letras de oro. Su vida no ha sido fácil, pero siempre han sabido que Dios, aunque aprieta no ahoga y que después de la tormenta viene la calma. Ellas han cargado sobre sus espaldas el soporte de la familia. Hacedoras de pócimas y exquisiteces entre los fogones del reino de su cocina. Con su casa siempre abierta, con un plato de sobra en la mesa, porque donde comen seis comen diez. ¡Qué gran misterio lo que verán estas mujeres a través de su vista cansada! ¡Qué tendrán estas veladas en el jardín de los sentidos que repiten noche tras noche!
El hacedor de toda esta bendición se llama Gianni Ferraro. Es el director y el alma del palacio. Un hombre eminentemente bueno que, como toda persona inteligente, tiene sus cosas y eso le hace aún más interesante. Él fue quien me confesó hace unos días que, lo que más le satisface de estas veladas en el jardín, es el agradecimiento que a veces le han mostrado alguna de estas señoras o señoritas. Le acompaña un gran equipo. Son muchos; bueno, no tantos. Quizá, el buque insignia del personal esté representado por Claudia en el diseño, Epe, Manolo y Carlos. Epe ve la disposición antes de que lleguen los cuadros. Manolo ha logrado alcanzar ese silencio que acompaña siempre a los sabios. Posee el conocimiento que sólo la vida puede otorgar. Carlos abre y cierra las puertas de palacio cada día desde hace tanto tiempo, que ni se recuerda. Se ha alimentado con el néctar de este lugar que le ha ido transformando día a día convirtiéndole en la gran persona que hoy es.
A todo el equipo y, en nombre del Gran Consejo de Ancianas, gracias por llenar de vida, cada noche, el jardín de los sentidos.
