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Sin pagar, ni pedir perdón

por Enrique Gómez
4 de diciembre de 2025
en Opinion, Tribuna
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Hubo un tiempo, no hace mucho, en que Joaquín Sabina salía al escenario sin prompter ni bombín y agotando las localidades porque tocaba en espacios de escasa capacidad. Salía con la camisa arrugada y un chaleco que tenía pinta de ser prestado, porque le sobraban cuatro tallas. A, supongo, cantar verdades y mentiras – quién sabe cuáles unas y cuáles otras. Yo estaba por allí no desde el principio, pero sí tempranito: junio del 85, Plaza de San Esteban, Segovia. No creo que llegáramos a 300 las almas sentadas en incomodísimas y cojísimas sillas plegables de madera, con manta para el refrescar nocturno, ilusión en vena y sin entrada que pagar. Porque entonces el artista no vendía tickets, aunque podíamos imaginar lo que iba a valer poco después aquel trovador pendenciero.

Cuarenta años después, domingo 20 de julio de 2025. Santander. El mismo tipo en el escenario con distintos acompañantes. Con franqueza: mucho mejor ahora; mis ojos prefieren a Mara Barros, que a Manolo Rodríguez. Mil veces. Su voz – o lo que sea, da igual – es distinta a la de antes, pero es idéntico su conjuro. Esta vez, también en las primeras filas, y también sin pagar entrada, como en aquella ocasión, gracias a la intercesión de algún contacto cercano a esa birria de don Juan. A mi lado, mi hija María, la misma que renegaba de Sabina cuando solo era una cría, posiblemente por el afán de revelarse contra su padre. Y, entre medias, mi vida casi entera. El que crea que exagero no ha estado nunca en dos conciertos de Sabina separados por cuatro décadas y unidos por una última canción que acaba despendolando al público.

El repertorio completo de entonces, sí, casi se podía despachar en el mismo tiempo que una misa de las de antes. El de ahora, en cambio, es tan amplio como las memorias de este casi sesentón: repertorio capaz de ponerle banda sonora a media vida, de arruinarla en innumerables ocasiones y de salvarla en otras tantas. Repertorio a la altura, en calidad y longitud, al de José Tomás. Ahí queda eso.

Antes, Sabina hacía como que se le olvidaba la última sílaba de «incompatibilidad» en cada bis sucesivo de Incompatibilidad de caracteres; ahora (le pasaría a cualquiera), con tan amplio y deslenguado repertorio, necesita un apuntador a pie de escenario, que la tecnología hace que se llame teleprompter. Creo.

Lo confieso: en los 90 le fui infiel, aunque no le engañé con cualquiera. Tampoco le pido perdón porque, seguro, para qué me va a perdonar si a él no le importa; es más, apuesto a que celebraría tal traición: frecuenté casi semanalmente la cafetería del María Guerrero para ver a Javier Krahe, que tenía menos focos, pero, seguro, más malas compañías. A fin de cuentas, ¿qué es una buena historia de amor sin una traición venial… con tu mejor amigo?

Sin librarse de crisis, como todo hijo de vecino, posiblemente Sabina viva (y haya vivido) bastante bien, no solo por lo que le pagamos (no siempre) los que fuimos a verle, sino – sobre todo – por la sensación que este tipo da de saber disfrutar la vida. Y, aunque él no lo sepa, Dios le recompensará, porque alguien que ha dado tanta alegría a la gente, merece una vida eterna en condiciones.

Dentro de unos cuantos años, cuando haga otro concierto que no sea el último, en plaza con destartaladas sillas plegables de madera, campa, teatrillo o incluso bar sin licencia municipal, seguiré yendo a verlo. Con mis recuerdos, con mis desmemorias. A escuchar canciones que ya no sé si son suyas o mías.

Tiene su aquél ver cómo Sabina ya no se parece en nada al de hace cuarenta años y comprobar, al mismo tiempo, que sigue siendo el mismo. Y es que los colchoneros sabemos bien que el camino -y no la meta- es lo que vale la pena.

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