Muy a mi pesar me veo de nuevo subido a esta imaginaria palestra, que ya con un puntito de hartazgo para sus lectores se ha instalado en las páginas de opinión de este periódico, que ha visto publicada la sucesión de artículos en las últimas semanas, como una especie de variaciones sobre un mismo tema: el de la reina Isabel I de Castilla y la revisión histórica de su obra con distintos y diferentes criterios.
Al menos en mi caso, he intentado siempre exponer mi opinión huyendo de polemizar con nadie y mucho menos con la intención de entrar en el siempre delicado y subjetivo terreno de las apreciaciones personales. Aprovecho estas primeras líneas para agradecer a mi amigo Javier Gómez Darmendrail y a Don Miguel Ángel Herrero, a quien no tengo el gusto de conocer, su caballerosidad en la discrepancia y como se puede debatir sin necesidad de llegar a acuerdos, pero siempre sin perder nunca las formas y sin hacer valoraciones gratuitas sobre la percepción personal de aquellos que no comparten tus opiniones.
No ha sido este el caso del último de los artículos, el publicado este lunes 20 de marzo con la firma de Don José María Arévalo, arremetiendo contra las posturas personales tanto de Don José Luis Salcedo como de un servidor, por atrevernos a discrepar con el enfoque local que hemos venido manteniendo en esta cuestión. Al parecer, esto no debe estar bien visto y hemos contrariado severamente a los talibanes de la única y verdadera religión isabelina. Ni uno ni otro hemos negado nunca la mayor y siempre hemos reconocido las grandes virtudes que atesoraba Isabel y su condición de excepcional soberana para España y para el mundo. Pienso que en la práctica, nos hemos limitado a traer a la opinión del lector, aquellos hechos que pudieran resultar controvertidos y, sobre todo, la relación especial de la reina con Segovia que nos ha sido transmitida de generación en generación y que ha sido recogida por otros reputados autores con más autoridad que nosotros. Por no tirar la piedra y esconder la mano, me permito citar, entre otros, a Carlos de Lecea, Celso Arévalo, Ignacio Carral, Mariano Grau y más recientemente aunque ya también distante en el tiempo, Manuel González Herrero (“Segovia y la reina Isabel I. Historia de una relación conflictiva”. 2004).
Por desgracia, el Señor Salcedo, fallecido hace tan solo unos días (desde aquí envió mi más sentido pésame a sus familiares) no podrá hacer uso a su derecho de réplica. Y a mí me ha costado decidirme si iba a utilizar el mío, cansado ya de entablar polémicas sobre hechos históricos, siempre interpretables y por supuesto opinables. Si al final he decidido entrar, ello ha sido porque considero que el Señor Arévalo, se ha excedido en el juicio de valor que realiza acerca de los motivos que me han impulsado a mantener mis opiniones, tan respetables como las suyas y que para nada exijo que comparta. Pero sobre mis gustos y mis preferencias personales no voy a consentir que nada ni nadie me diga lo que me debe y no me debe gustar y lo que debo y no debo hacer. Acudan todos cuantos quieran a admirar el busto broncíneo de Isabel, que no de piedra (ese fue mi error por no ir a contemplarle) que contarán todos con mis mayores respetos. Pero no me diga a mí lo que debo y no debo admirar y por dónde debo encaminar mis pasos en la contemplación narcisista de mi ciudad, incluso el de utilizar la empinada cuesta que une la puerta del Alcázar con el barrio de San Marcos, al que el vulgo, siempre tan irónico, ha venido otorgando un doble sentido al nombre que figura en su acceso.
Por supuesto que no pienso rectificar ni una sola palabra del contenido de mis dos artículos anteriores. Por el contrario sí me voy a permitir puntualizar, que no criticar, alguno de los datos históricos de los que utiliza el Sr. Arévalo en su particular acoso y derribo.
1. La reparación de los arcos del acueducto es cierto que se llevó a cabo durante el reinado de los Reyes Católicos, pero no fue por iniciativa de ellos y ni mucho menos con su financiación. Ni un maravedí salió del depauperado Tesoro Real ni de su particular pecunia. Únicamente se limitaron, mediante documento fechado en Santo Domingo de la Calzada de 26 de agosto de 1483, a autorizar la solicitud efectuada por la ciudad de Segovia para que se permitiera practicar un repartimiento de costes entre los estamentos de la Ciudad y Tierra. La única condición que pusieron fue que se hiciera cargo de las obras el prior del monasterio del Parral, quien controlaría tanto los gastos como los ingresos. El reparto de las cantidades aportadas aparece recogido en el cuadro que ilustra este artículo.
2. Ciertos son también los toros, o mejor dicho las ovejas, para que estas pudieran transitar libremente por el reino; pero a cambio, no tiene en cuenta que en el año 1494, los Reyes Católicos crean el Consulado de Comercio, otorgando a los mercaderes burgaleses el monopolio del comercio interior y exterior de la lana, lo que a la larga redundaría en la calidad de los paños segovianos por falta de materia prima.
Finalmente, me resulta muy extraño, que alguien tan versado en cuestiones eclesiásticas, como da a entender, desconozca que el Abogado del Diablo no sea una simple figura retórica, sino una institución propia del Derecho Canónico, que tiene por objeto oponerse con sólidos argumentos en las causas de los santos, con el fin de garantizar que su elevación a los altares goce de la plena seguridad de santidad que debe ser exigida en todo el proceso de beatificación y de santificación.
Dicho todo lo anterior, sin intención de molestar a nadie y, si en cambio, con la de respetar la opinión que cada uno haya podido formarse en esta peculiar, larga y puede que ya finalmente insufrible batalla dialéctica.
