A tal casa, tal aldaba, dice el refranero. Y es que pasear por los pueblos de Castilla es observar un auténtico muestrario de símbolos contenidos en las casas, en sus portadas, en las fachadas y en lo material de las costumbres de las gentes. También en la parte más atávica de sus creencias. Incluso el esgrafiado segoviano puede tener su simbolismo a decir de Rafael Ruiz, académico de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce.
Y es que hay objetos, incluso dibujos labrados con cincel, que son definitivamente sugestivos cuando alcanzas a comprender su significado intrahistórico; ayudan a leer la ciudad y a entender la sociedad en la que se crearon. ¿Un ejemplo? Me viene a la memoria la figura de Alejandro ‘Janín’, el colmenero de Maderuelo, que me enseñaba orgulloso mientras charlábamos a la puerta de su casa, junto al testero de Santa María y sentados en un banco labrado con la madera centenaria de una sabina, las figuras que se cincelaron en la puerta de su casa; un yunque, una mitra y un báculo, símbolos de la Guardia Civil y del obispado. Allí, están los signos inequívocos, según me contaba, de dónde se alojaban de antiguo ambos estamentos en su visita al pueblo. Símbolos en estado puro.
La vieja Castilla habla en los símbolos que atesoran sus piedras. También en las puertas de las moradas, ataviadas con artísticas forjas y aldabas que, además de un valor ornamental, antaño parece que tuvieron una razón alegórica. Me cuentan —no lo sé— que, si el llamador de la puerta tiene forma de mano con una sortija, en la casa habitaba una mujer casada o casadera; sin sortija —por aquello de la judaica mano de Miriam— habitaría el clero o gentes piadosas; si es un símbolo fálico, ahí manda el hombre; los monstruos o fieras advertían que vivían nobles o militares… En fin, el lenguaje de los símbolos también hablaba del estatus social, aunque hoy pocos conozcan la piedra de Rosetta de aquella lengua alegórica.
La puerta es un símbolo dentro de la tradición judeocristiana. Jesucristo, anuncia el camino a la Salvación diciendo: “Yo soy la puerta”. Así las cosas ¿cómo no iban a ser importantes los portones en la cristiana y añeja Castilla? Tal vez por eso nuestros templos tienen majestuosas portadas con nombres que predicen su sentido: del Perdón, de la Gloria, del Juicio… Incluso una simple llave y por extensión una aldaba, es un símbolo que preconiza lo que ha de venir: “Llama y se te abrirá” decía Mateo… ¡Puf! con esa frase me imagino muy cabreado a San Pedro pensando: “Ya, pero el de las llaves soy yo”. En fin, todo sea por la evangelización y hacer entender a las gentes el mensaje. Hasta los dibujos valen y para ejemplo está la maravillosa Biblia de San Luis, rey de Francia, pleno de símbolos en lo que podría ser —perdón por el disparate— un cómic divulgativo y moralizante del siglo XIII.
Pero volvamos a las puertas. Con todo ello es muy normal encontrar en las casas, particularmente de los pueblos, esa búsqueda del amparo espiritual que recurre a una pequeña imagen protectora sobre el dintel de la portezuela. Sin embargo, de todo esto lo que más me importa es lo terrenal de los símbolos; lo humano, aquello que inspira respeto y ternura por partes iguales hacía lo que cavilaban mis mayores y cómo, los símbolos hablaban a nuestros abuelos de su entorno social, del estatus o de la fe en el auxilio celestial, aunque todo fuera un objeto o una imagen custodiando su puerta.
Los símbolos que habitan y languidecen en nuestras calles son importantes para leer y comprender la intrahistoria de los pueblos y de la sociedad que los habitaba. Castilla es un buen ejemplo, aunque cada vez haya menos personas que comprendan su significado. Los símbolos son una herencia perdida; una más.
