Fotografías: Enrique del Barrio Arribas
Textos: Guillermo Herrero Gómez
“Serracín se ha quedado sin habitantes” anunciaba El Adelantado de Segovia en un artículo publicado el 11 de febrero de 1972. La soledad había mellado el ánimo del postrero guardián del pueblo, Avelino Izquierdo Vicente, quien tras hondas cavilaciones acabó tomando idéntico camino al del resto de los hijos del lugar. Con dolor, cogió sus bártulos y marchó a Madrid, a vivir a casa de unos familiares. “Cuando el último vecino ha echado la llave al portón de su morada, se ha cerrado también –posiblemente para siempre- la historia de un pequeño pueblo segoviano, perdido en la inhóspita sierra de Ayllón”, sostenía el texto aparecido en el diario decano de la prensa segoviana.
Sin embargo, aquel funesto augurio no se cumplió. Serracín se convirtió en un despoblado, sí, pero durante un periodo de tiempo resucitó dos veces cada año, con motivo de las fiestas de San Isidro y la Natividad de Nuestra Señora. Quienes antaño habían dado savia a sus calles volvían en esas fechas a reunirse, a abrazarse felices por el reencuentro, a derramar alguna lágrima cuando evocaban el pretérito palpitar de Serracín… Aquellas eran unas funciones cargadas de nostalgia, reveladoras de la aflicción compartida por el éxodo. Luego, tras el fugaz jolgorio, Serracín regresaba de nuevo al silencio.
Hasta 1987. Ese año, Pablo Alonso y su mujer, Carmen García –popularmente llamada Mercedes-, decidieron abandonar Madrid y establecerse en Serracín. “Nosotros no teníamos raíces aquí, aunque yo conocía esta comarca por haber venido a cazar”, explica ahora Alonso. La pérdida de su empleo de conductor fue, en rigor, lo que le empujó a emigrar de la capital, en busca de nuevas oportunidades. El aterrizaje en Serracín fue extremadamente brusco. “Aquí no había ni pájaros”, jura Alonso. Con cinco hijos, el matrimonio se instaló en una desvencijada casa, sin agua corriente, que había comprado a plazos. En el primer invierno “se formaba hielo dentro de casa”. En tales circunstancias, parece milagroso que los Alonso resistieran. Pero lo hicieron. Sus cabras y ovejas proporcionaron a la familia ingresos suficientes para salir adelante. Ellos son los auténticos repobladores de Serracín.
Con el correr de los años, un suave soplo del dios Eolo insufló vida al pueblo. Algunos descendientes de quienes emigraron quisieron mantener la unión de sus ancestros con Serracín, rehabilitando con ese fin casas para los fines de semana y verano. Y llegó más gente, como Jesús Terán, quien quería una segunda residencia “en un pueblo de verdad”, de ambiente similar al de su Cantabria natal. Así las cosas, Serracín va hoy creciendo poco a poco. “Hay ya una decena de casas abiertas”, calcula Alejandro Arranz. Serracín vuelve a latir.
Una iglesia en esqueleto
Maltrecha por el paso del tiempo, aunque todavía enhiesta, la iglesia de Serracín conserva sus muros principales pero no su techumbre. Su interior está hoy diáfano, a excepción de un desnudo arco de ladrillo que separa el altar de la nave rectangular. En las paredes apenas quedan restos de la decoración primigenia. Afuera, llama la atención la graciosa espadaña bicolor, roja en su base y remate, y blanquecina en la parte central, donde se sitúa una campana, vencedora de mil batallas a la intemperie. Si el caminante lleva cámara de fotos con potente objetivo puede entretenerse intentando leer la inscripción de la campana. Dice “Gomez me hizo. Siendo cura parroco don Damaso Diaz, alcalde don Felipe de la Villa y regidor don Tomas Baon. Año de 1870”. Un recorrido por el perímetro de la iglesia permite descubrir su modesto cementerio, en el lateral más cercano a la Sierra. Desde una vieja verja metálica se aprecian varias lápidas talladas en lajas de negra pizarra… En Serracín, la pizarra siempre está presente. Ella acompaña a sus hijos hasta la tumba.
Los peligros de la Sierra
Cuenta Alejandro Arranz que su abuelo Melitón Arranz, alcalde pedáneo que fue de Serracín, cruzaba la Sierra para ir a vender huevos a Cantalojas, ya en la provincia de Guadalajara. Y agrega que en su familia siempre se defendió que aquellos huevos eran “los mejores de toda la comarca”. Tal creencia enlaza con lo escrito a mediados del siglo XIX por Pascual Madoz, quien informaba que la industria de Serracín era “la agrícola y criar gallinas, cuyos huevos transportan para los mercados inmediatos”. Pero, ¡ay!, también escribía Madoz que en Serracín había lobos, por lo que no sería de extrañar que, alguna vez, Melitón se topase con ellos en las duras rampas de Revientamulos, justo antes de coronar el Puerto de los Infantes. Ahí queda esta última fantasía, para el que quiera recrear la escena.
El gozo de mirar el paisaje
¿Qué hay que ver en Serracín?, se le pregunta a Alejandro Arranz. “¡Las vistas!”, responde sin dudar. Él aconseja a su interlocutor acercarse hasta la mina Paula, pero recalca a continuación que el abanico de posibilidades es amplio. “Desde cualquier punto alto del pueblo hay unas vistas espectaculares”, asegura. Aceptando la sugerencia, el caminante, de natural curioso, da una vuelta por el entorno del pueblo y se anima a iniciar la subida hasta el Puerto de los Infantes, para ganar altura. Para al poco rato y se da la vuelta; comprobando que, en efecto, disfrutar de ese paisaje es un privilegio. Regresa luego a Serracín y comprueba que, también desde su caserío, se ven hermosísimos cuadros del pico de Grado y de Madriguera. Y abandona el pueblo imaginando que, como dice Arranz, en los días claros desde Serracín se vislumbra en el horizonte el lejano Moncayo, entre las provincias de Soria y Zaragoza.
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Extraido del libro:
Del Color de la Tierra (2019)
Un recorrido por los pueblos rojos, negros y amarillos
de la Sierra de Ayllón segoviana
Coeditado: Librería Cervantes y Enrique del Barrio
https://libreria-cervantes.com/libro/del-color-de-la-tierra_27206
