Hoy me he levantado serio a pesar de ser verano. Quizá haya sido el calorazo que me encontrado nada más regresar de la playita norteña que me acoge los veranos. Aunque me parece más que se debe precisamente a esos paseos casi eternos que nos dábamos por la orilla del mar hablando prácticamente de todo y resolviendo en teoría cuestiones muy importantes sobre el homo sapiens y sus alrededores.
Y digo resolver, porque pienso que, modestamente, hemos destilado un prontuario que si se aplica puede funcionar muy bien. Su potencial éxito se apoya en dos premisas. La primera, metodológica: el sistema es una deducción sobre observaciones realizadas mediante un sistema “anti big bang”. Esta novedad crítica consiste en acercarse todo lo que se pueda al momento del estallido (cuando las cosas empezaron a ir mal); y olvidarse, cuanto más, mejor, de sus efectos negativos: la separación creciente entre los seres humanos, el calor de las discusiones que quema la razón, la distancia que nos aleja sistemáticamente de todo aquel que no opine como nosotros o no nos alabe lo suficiente, la comunicación-metralla que hiere de manera eficaz y con daños colaterales inevitables…
El segundo motivo del probable éxito de esta solución teórica es que permite, en realidad lo exige, su puesta en práctica de modo personalizado. Es decir: no requiere que se apruebe ninguna ley. Así uno se ahorra el pago de peajes que implica meter a los políticos en asuntos que mejoran sin duda la sociedad. Por si fuera poco, esta personalización, esta aplicación de cada quien al programa propuesto, no significa que todos tengan que hacer lo mismo. Cada uno puede intentarlo con medios distintos, metas diferentes e intensidades variadas. Basta con moverse en la misma onda. Esto no tiene nada que ver con un desfile que requiere sincronía y movimientos exactos para ser bonito y agradable.
En fin, lo importante es la flexibilidad del objetivo que se identifica con el éxito: lograr que el personal esté tranquilo, se mueva en paz por la vida y se tome las cosas con buen humor. Solo mejorar algo en alguna de esas variables ya supone añadir un incremento positivo al conjunto. Desde luego, ganar en nuestras cotas de paz y de sentido del humor en nuestras relaciones, en todos los niveles, debe ser lo más parecido a acercarse a la felicidad limitada y modesta que somos capaces de disfrutar los humanos.
El prontuario tiene cuatro capítulos. El primero se titula: defender y fomentar la libertad personal de todos los sapiens. El término “todos” nos incluye a cada uno desde luego. Esa defensa debe realizarse sin arrogancia. Ni siquiera es necesario proclamarla: basta con actuar de acuerdo con ese principio. Pero la defensa de la libertad no se agota en la nuestra: ha de extenderse a la de todos, especialmente claro a los que tenemos más cerca, aunque no piensen como nosotros. Es la prueba del algodón: si no quieres la libertad de los demás, es que no quieres la libertad de verdad. Vamos: que ni de verdad la quieres, ni es verdadera la que quieres. Si en los demás ves pobre gente equivocada a la que hay que conducir, por supuesto por su bien, hacia las bondades que tú has llegado a descubrir con tu inteligencia, o peor, con tu instinto, eres tan liberticida como cualquier tirano antiguo o actual; aunque llames campos de educación a los de exterminio o empieces –poco a poco- con una escuela para “varones que requieren arreglo”.
El segundo capítulo es: cumplir con responsabilidad los deberes que nos toquen. No parece muy complicado… y no lo es. Pero recuerdo aún el revuelo que se suscitó en una facultad cuando alguien preguntó quien cobraba –su sueldo- por llevar el correo a las casillas de cada profesor. Se consideró una ofensa grave; pero nunca se supo quien. Y era evidente que alguien, o varios, lo tenían entre sus tareas diarias. Lo importante era que nadie tuviera que responder de ello: que nadie fuera responsable. Y esto último se conseguía con gran eficacia. Y se notaba y se nota, claro. Tan claro como que también da gusto estar en sitios en cada uno se siente responsable (puede responder y responde) de lo que hace.
El tercer capítulo se titula aceptar a la gente tal cual es. Con sus cualidades positivas es fácil. A todos nos gusta estar con gente buena y agradable que se preocupa por ti y, sobre todo, se ocupa en intentar ayudar. Este tipo de gente se les denomina mirlos blancos, no por su escasez, sino por su inexistencia. Y si no, pregunten a un experto en especies volátiles. Que cada uno es cada uno y tiene sus “cadaunadas” es fácil percibirlo, pero menos aguantarlo. Incluso pasa a veces con las propias: no las soportamos ni nosotros. Desde luego esas cosas propias que deben tolerarse no son las que atentan contra los demás y sus derechos. Esas hay que denunciarlas y combatirlas en la medida en que podamos (que suele ser mucha más de lo que nos toleramos). Lo mejor de esto es que la diversidad (de caracteres, de lógicas, de culturas, de razas, de enfoques…) enriquece el conjunto muy notablemente. Por lo menos evita el aburrimiento.
Se dirá que todo esto son solo buenas intenciones. Es verdad, pero sin intenciones no hay acciones. El que no se propone algo nuevo nunca lo hace y mantiene una poltronería que quizá le parezca la “buena vida”, pero que para nada es una vida buena: ni para él, ni para los demás. Y este es el último capítulo: ¡muévete de una vez! ¡no seas calzonazos! Al menos: ¡siéntete harto!
