Estamos ya en las últimas semanas de Cuaresma y la proximidad de la Semana Santa, con esa ambigüedad que supone la mezcla de lo turístico y lo religioso, añadida a la lectura de varios artículos que plantean variantes sobre la comprensión del cristianismo, me han provocado esta reflexión sobre la identidad cristiana que no pretende agotar el tema sino abordarlo desde distintos puntos de vista.
Uno es el de Ana Iris Simón, que, en El País, valora el cristianismo en cuanto que forma parte inevitable de nuestra cultura y su conocimiento como una herramienta fundamental para descodificarla. En ese artículo la autora cuenta la anécdota de una profesora de secundaria que proyectó la imagen de la Piedad de Miguel Ángel y un alumno la describió como señora con un hombre muerto en los brazos.
El otro artículo, en este periódico (27 de marzo de 2025), Francisco Muro de Íscar se pregunta si el ser menos religiosos nos ha hecho socialmente más felices. El autor afirma, creo que con razón, que la “orfandad de valores cristianos en la vida social es responsabilidad de los que nos decimos cristianos” e invita a reflexionar sobre cómo podemos contribuir a la necesaria regeneración de nuestra sociedad desde esos valores perdidos en el camino del desarrollo para concluir que tiene muchas dudas de que la pérdida de esos valores nos haya hecho más felices.
Finalmente un artículo, este en Vida Nueva, del sociólogo Fernando Vidal plantea que en la encrucijada en la que se mueve el mundo existe el peligro del “neoconstantinismo”. Este término hace referencia al Emperador Constantino que tras decretar en el 312, en el Edicto de Milán, la libertad de culto para el cristianismo y regalar a los papas el Palacio de Letrán para su sede, en el 325 convocó el Concilio de Nicea pensando en manejar los asuntos de la Iglesia. Sin embargo, allí los obispos reunidos defendieron su independencia frente al poder del emperador. El autor ve rasgos de neoconstantinismo en cómo Putin ha controlado a la Iglesia ortodoxa de Moscú, en el hecho de que Trump se sienta un elegido por Dios para salvar a su país y en cómo en diversos países la ultraderecha utiliza lo religioso para conseguir el poder.
A esta última tendencia se unen los movimientos “sedevacantistas” que se manifiestan cada vez de forma más explícita. El cardenal Viganó, adalid de este movimiento, tiene, al parecer, mucho eco en los círculos católicos de Estados Unidos relacionados con el vicepresidente Vance. Estos movimientos consideran que todos los Papas desde Pío XII son ilegales. Es decir todos los postconciliares. Financiados por poderosos grupos de presión buscan una vuelta al pasado preconciliar. En la estupenda película “Cónclave” uno de los personajes más potentes defiende esta idea pensando que volver al pasado nos puede ayudar a no perder la identidad.
Y de fondo está el interrogante ¿qué es ser cristiano? Evidentemente, como afirma el catecismo, es creer y confesar a Jesucristo como Dios y Señor. Una respuesta que identifica el ser con el pensar. En la hermosa encíclica “Deus Charitas est”, el sabio Papa Benedicto XVI va más allá y no se pregunta ni qué ni cómo se es, sino cómo se llega a ser cristiano. Curiosamente el Papa no lo vincula a un rito —el bautismo sería la última parte de un proceso— sino a una forma de entender la vida: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
Los planteamientos de Ana Iris Simón dándole al cristianismo una pátina cultural que no hay que despreciar, los de Francisco Muro de Íscar reivindicando los valores cristianos y la preocupación de Fernando Vidal por un cristianismo supeditado al poder político o económico, forman parte de un mismo mosaico: la identidad cristiana.
Y si algo nos identifica como tales es la compasión. No hay cristianismo sin amor compasivo. Así los expresa Benedicto XVI en la encíclica mencionada: “Ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro. En un mundo en el cual a veces se relaciona el nombre de Dios con la venganza o incluso con la obligación del odio y la violencia, éste es un mensaje de gran actualidad y con un significado muy concreto”.
