Las cosas más insólitas nos esperan cuando atravesamos el umbral de la puerta del domicilio privado para acceder a la vía pública. Así, en una de las mañanas más calurosas del verano pasado, un maullido de gato, que expresaba angustia y petición de ayuda, procedente del motor de un automóvil, nos aturdió, mientras caminábamos hacia la calle de Antonio Coronel. Aquello me produjo desazón, sufrimiento, preocupación, inquietud. Había que hacer algo, actuar con urgencia para salvar al felino en peligro, quien tenía derecho a la vida. Si hubiera mirado para otro lado, habría sentido remordimiento de conciencia, para siempre. Ya acumulaba demasiados puntos traumáticos en la ciudad natal de mi madre, que me recuerdan a diario episodios tristes, lamentables, como para seguir aumentando dicha colección.
La probabilidad de presenciar una escena de este tipo resulta muy baja; pero, ésta ya era mi segunda experiencia al efecto. Cuando se iniciaba la noche de una jornada estival (2019), caminaba por la calle Princesa, una de mis favoritas en Madrid. De repente, veo cierto gentío agolpado en torno a la intersección con Hilarión Eslava. “¿Qué pasa?”, inquirí. Resulta que tres gatitos, muy pequeños, también se habían introducido en el motor de un coche; y, en aquel preciso momento, correspondiente a mi paso por la encrucijada, los bomberos actuaban con precisión y paciencia. Estos últimos se convirtieron en los héroes de esta trama, tras realizar un trabajo meticuloso en emplazamiento tan improbable como el centro de Madrid. Dos chicas de unos 12-13 años de edad mantenían en sus brazos a un par de animalitos, recién liberados; mientras, todos esperamos a que fuera rescatado el tercero en cuestión. Tres tristes gatos que pasaron a ser tres gatos elegres. La gente se acercaba, cariñosa, emocionada, sacando a relucir lo mejor de la condición humana; mientras, la familia propietaria del vehículo decidió adoptar a los pequeñines. Las niñas me dijeron que, al día siguiente, irían al veterinario.
La madre y sus dos hijas habían ido de compras a Madrid, con un destino concreto: el Corte Inglés. Y estacionaron el coche en las inmediaciones. Estas buenas personas venían desde Arévalo; y los gatos habían realizado el desplazamiento aproximado de 125 kilómetros en el interior del motor, sin que ninguna de las partes fuera consciente de la compañía de miembros de otra especie. Menos mal que no ocurrió nada. Al escuchar el nombre de dicha localidad abulense, fronteriza con nuestra provincia, donde, incluso, quedó asignado al otro lado de la muga, contra toda lógica de las antiguas comunidades de Villa y Tierra, el municipio de Montejo de Arévalo, me llevé las manos a la cabeza. “Los gatos de Segovia y contornos me persiguen”, fue mi primer pensamiento. Cuestión de serendipias.
Los bomberos no fallaron. Por regla general, los niveles de excelencia correspondientes a servicios públicos y privados se obtienen con mayor frecuencia en grandes metrópolis, cuestión de tamaño, competencia y adaptación darwiniana a la complejidad del medio urbano. Cualquier madrileño sabe que la oposición para acceder a esta profesión, asociada a apagar fuegos como primera tarea, es muy competitiva en la Villa y Corte, con pruebas físicas y psicológicas complicadas, junto a gran número de aspirantes. Resulta muy difícil sentar plaza en un auténtico cuerpo de élite, con exigencia a los elegidos de destrezas múltiples.
En tanto que vocacional, el ejercicio del oficio de bombero adquiere carácter de trabajo no remunerado, propio de voluntariado, en algunas naciones, caso de Chile. Y, por ese motivo, adicional, debo estar agradecido, por doble, a estos titanes. Mi familia y yo fuimos rescatados en situación muy peculiar, acontecida en el país austral
La ciudad de Valparaíso se divide en dos partes: el plan, llano, junto a la costa, donde se ubica el centro urbano; y los cerros, tan recurrentes en muchas urbes sudamericanas. Las calles y casas muy pintorescas proliferan en esas pendientes. En la actualidad, Santiago es el centro de gravedad, absoluto, de Chile; y el encanto del decadentismo sobrevuela sobre la ciudad porteña, que llegó a ser muy próspera. Una puerta de entrada para el comercio global durante la época del Imperio Británico. Algunos bares históricos, de estilo inglés, permanecen, con sus paredes recubiertas de madera y barras larguísimas. Una especie de calendario, que avisaba, antaño, de la llegada de los barcos principales, también resultaba llamativo.
En uno de estos establecimientos, departimos con una pareja francesa encantadora. El hombre comentó que había visitado la Guinea española, en los años sesenta, antes de la independencia; y nos dijo lo bien que estaba la capital. Los expatriados galos asentados en Gabón y Camerún gustaban de pasar fines de semana en la antigua Santa Isabel. Por cierto, cómo me recordó la bahía, preciosa, de Busán, segunda ciudad más importante de Corea del Sur, a su gemela de Valparaíso. De la misma forma, la visión de Seúl desde la torre de televisión, rodeada de montes, me transporta a Bilbao. Curiosas asociaciones mentales establecidas entre urbes distantes. En definitiva, vivimos en un planeta muy pequeño.
El ascensor de la calle de Gascos en Segovia ha llegado muy tarde, condenando a generaciones que no lo pudieron disfrutar. Por el contrario, la modernidad, asociada a la conexión inglesa, explica la construcción temprana en Valparaíso de unos ascensores de madera, preciosos, más que centenarios. Estos artilugios salvan el desnivel para alcanzar los cerros. El trayecto vertical de uno de ellos se realiza, incluso, en paralelo a un chorro de agua o cascadita. Por cierto, el puerto chileno comparte con nuestra ciudad la condición de “Patrimonio de la Humanidad”.
Les cuento todo esto porque mi familia y yo, junto con cuatro o cinco personas más, nos quedamos suspendidos al averiarse el ascensor; y nos tuvieron que rescatar los bomberos, voluntarios. La cuestión no fue baladí, pues nos jugamos el tipo al ser necesario descender a los raíles, desde una cabina que no pudo ser elevada. Todo salió bien. Gracias, Chile.
Mis experiencias con los bomberos también incluyen la contemplación de un edificio precioso, que data de finales del siglo XIX, cuando todavía Puerto Rico era isla tan española como las Canarias, a las que tanto se parece. Se trata del Parque de bombas de la bella ciudad de Ponce.
En cualquier caso, tras comentar estas experiencias agradables, volvamos al pobre gato, que se nos podía quedar asfixiado, atrapadito en la maquinaria del auto estacionado en la calle del Pozo de Segovia, donde, si lo desconocen, no está permitido aparcar. El salto desde Puerto Rico lo damos vía la casa ubicada en confluencia con Antonio Coronel, que bien podría estar en la urbe referida. Su gran ventanal, propio de la arquitectura latinoamericana de finales del siglo XIX y comienzos del XX, nos transporta al Caribe. Al pie de la reja, que incorpora el ADN del sur de España, Jorge Negrete, Pedro Infante y otras estrellas cantaban serenatas a sus enamoradas en tantas películas del cine clásico mexicano.
A raíz de confirmar aquella incidencia felina, azarosa, que atentaba contra el bienestar animal, máxime en jornada de calorina extrema, lo primero que hicimos fue llamar a la Policía Local. La propietaria del vehículo, quien se encontraba de vacaciones en Segovia, fue localizada; y llegó al lugar de los hechos. Una vez abierto el capó, los agentes entrevieron, apenas por un instante, cómo el gato se movió entre los tubos.
A partir de mi experiencia como observador del rescate efectuado en Hilarión Eslava, tras actuación brillante, sugerí que los policías llamaran a los bomberos de Segovia. Siendo muy pequeño, recuerdo una tarde de verano en la que hubo un incendio aparatoso; y el sonido de las sirenas de los camiones, procedente de Vía Roma, permanece en la memoria.
Ante el episodio estival de 2023, los funcionarios locales, veteranos, llegaron; echaron un vistazo; y, con cierta desgana, dijeron que el felino no estaba, puesto que, en ese momento, no se escuchaban maullidos. Insistí con preocupación en que el animalito sí permanecía atrapado dentro del coche; pero, ellos tomaron las de Villadiego, pues no era menester actuación alguna ante presencia de un gato fantasma.
Una vez que policías y bomberos se marcharon, el felino reanudó su maullido, angustioso, punzante, lastimero. Telefoneé de nuevo a los primeros, quienes me propusieron que el retorno de los segundos. Les dije que no era necesario, pues resolveríamos el problema por otros medios; y, la historia tuvo final feliz, con mera participación de agentes privados.
Carmen, cuidadora de gatos, poseedora de carné expedido por el ayuntamiento, contactó con un vecino suyo que es mecánico en un garaje de Hontoria. Una vez consultado, este último refirió su experiencia en lides gatunas, habiendo sacado a varios ejemplares encajonados en el motor de un auto cualquiera. Un héroe cívico, anónimo como tantos, que ha salvado vidas. En ello estábamos, haciendo las gestiones, cuando pasó por allí mi vecino y amigo Claudio, chileno, quien refirió haber vivido también una situación semejante, con gato atrapado dentro del motor, en Santiago.
La dueña del coche, sensibilizada ante el problema surgido, contrató una grúa. Si trataba de conducir hasta el garaje, se exponía a dos peligros: el gato podía morir; y, el coche tenía riesgo de quedar averiado. Desde dichas premisas, se tomó la decisión. Una vez alcanzado el taller mecánico, el operario consiguió sacar al animal, que estaba aprisionado y no podía salir por sus propias patas; es decir, justo lo que les había expresado a mis interlocutores de uniforme.
La historia narrada no pudo tener final más amable. Si mi madre y yo nos habíamos apercibido del maullido del animal ese día por la mañana, la conductora había regresado de Hontoria durante la tarde anterior, donde efectuó alguna visita. El felino, natural de dicha localidad, ingresó al automóvil en la misma; y, se vio desplazado, contra su voluntad, si bien de forma inconsciente, hasta la calle de Pozo de Segovia. Una vez liberado, el animal escapó raudo, sin que el mecánico “salvagatos” pudiera retenerlo. No tengan duda: este “michi” volvió con sus congéneres a la colonia nativa. La llegada del hijo pródigo, que vivió su gran aventura. Ocurrió lo mejor que podía pasar. Qué bonito: supervivencia, libertad y buen hacer se impusieron, frente al terror, evitando la tragedia de una muerte absurda.
Les recomiendo que prosigan la lectura de este artículo, pues cabe filosofar, realizar algunas reflexiones, a partir de este suceso, devenido en metáfora ejemplificadora ante muchos casos de ámbitos diversos. En primer lugar, con todo esto, afloró el recuerdo del famoso Teorema de Coase, aporte fundamental del Premio Nobel de Economía con este nombre. Su enunciado plantea que, en ausencia de costes de transacción, las partes en conflicto alcanzarán un acuerdo que maximice la producción. La solución de problemas sin mediadores públicos.
En realidad, aquí no había conflicto; pero, la comparación resulta pertinente. La señora del coche es una persona razonable; y, los mercados funcionan, es decir, se pudo contratar una grúa y encontrar a un mecánico experimentado en labores de rescate gatuno. Los bomberos resultaron prescindibles en este caso; y convocarles solo retrasó la solución del problema.
La calle del Pozo, modesta, casi desconocida, tiene trazo corto, forma de “L”; y ambos lados se juntan en cuello de botella muy estrecho. Se trata de un punto donde muchos vehículos estacionan a diario; y bloquean el acceso, algo que podría tener consecuencias funestas en caso de incendio, peligro real, dada la masa forestal adjunta, al pie de la base del peñasco sobre el que se alza el casco histórico de Segovia.
Los bomberos de Segovia argumentaron que “el gato no estaba en el motor, pues habría salido del coche”, debido a una prueba supuesta: no oyeron maullido alguno. Desde su afirmación, contundente, sin margen para la duda, fueron víctimas de error muy conocido en el campo de la Filosofía de la Ciencia. Razonaron desde el método, maleable, equívoco, de la verificación, como hacen los políticos participantes en los debates electorales, siempre atiborrados de datos que otorgan razón aparente a la hora de defender algo –o su contrario-.
Si la inclinación a dudar es consustancial a la cultura judía, Karl Popper, uno de los principales filósofos del siglo XX, nacido en la Viena de la Edad de Oro, resolvió el problema para saber diferenciar el conocimiento objetivo, racional, de aquel otro carente de dichas credenciales. En 1991, tuve el privilegio de asistir a una conferencia, multitudinaria, impartida por el sabio en la Ciudad Universitaria de Madrid. Según resulta habitual en estos actos, un académico español se enrolló más de la cuenta en labores de presentación. El anciano Popper, para explicar algo, no recuerdo qué, hizo un movimiento con el brazo, pedagógico, ejemplificador, para completar su explicación. Yo presencié su actuación desde las primeras filas. Un privilegio.
El método de Popper plantea cómo una teoría científica exitosa, aunque explique de forma satisfactoria la realidad en el momento presente, siempre debe estar abierta a la posibilidad de quedar refutada en algún momento futuro. No se trata de buscar demostración relativa a la certidumbre, es decir, afirmar “esto es cierto” –como hicieron los bomberos “verificadores”-. Por el contrario, resulta más fiable tratar de poner a prueba si algo es falso, cual control de calidad. Para ello, hay que estar abiertos a dudar de todo –y algo más-.
En mis clases, comento un ejemplo, de cosecha propia, sobre “El hombre que quiso ser rey”, relato de Rudyard kipling, llevado al cine con el título “El hombre que pudo reinar” (1975), cuyos protagonistas, interpretados por Sean Connery y Michael Caine, son epígonos de Don Quijote y Sancho Panza. No deja de ser curiosa la inspiración española del autor, símbolo del Imperio Británico. Así, “Kim de la India” recuerda al Lazarillo de Tormes.
Dos soldados del ejército británico, que, en su recorrido encuentran un bazar donde venden gatos persas, ahora muy cotizados, alcanzan un pueblo remoto en las montañas del indómito Afganistán; y, son tomados por dioses. Las autoridades acuerdan el matrimonio de uno de ellos con cierta princesa, quien no estaba muy conforme con la idea. Además, como era incrédula, decide dar la nota en la boda. Y procede a morder al novio, quien empieza a sangrar. A partir de esta comprobación, definitiva, la hipótesis de partida, según la cual los forasteros eran dioses, resultaba refutada. Se trataba de simples mortales.
Que el gato segoviano no maullara en presencia de los bomberos no era prueba concluyente de ausencia. Por supuesto que este ser vivo seguía cautivo, estresado, en el motor del vehículo. La proposición “el gato no está, ha salido del coche” quedó refutada, apenas un minuto después del retorno de los funcionarios a su cuartel general, cuando el felino volvió a emitir sonidos, peticionario de ayuda. Una prueba tan simple había desmontado el argumento de los funcionarios. El maullido dejó claro que su hipótesis de huida del animal era tan falsa como el hecho de que los “casacas rojas” de Kipling fueran dioses.
Disculpo a los bomberos, porque, entre cosas, cometieron un segundo error, intuitivo, muy humano: pensar en que todo iba bien. En realidad, siempre debemos desconfiar, ponernos en guardia; y otorgar credibilidad al escenario alternativo: creer que todo va mal.
En los últimos años, mi madre ha escuchado, cientos de veces –créanme, no exagero-, mi autocrítica. Cuando escucha el nombre de Popper, ya no lo soporta. Me veo a mismo como un lorito: el docente que explica el método popperiano de la “falsación”, tema clásico en la asignatura de Política Económica. Sin embargo, no siempre me aplico el cuento; también fallo. En algunos momentos críticos, el último de ellos ante cierta circunstancia a finales de septiembre, acabé pensando, como los encargados de apagar fuegos, que todo va bien. Y cuando las cosas se tuercen y acaban mal, tras no haber querido ver el problema en ciernes, compro sufrimiento venidero, de por vida, debido al fallo metodológico cometido. Nunca, jamás, debemos olvidar a Popper.
No piensen que todos los cisnes son blancos, pues también los hay negros. Que error habría sido si, aquella mañana estival, ante el maullido, hubiéramos pensado “el gato ya saldrá”, sin mover ficha, en la partida de ajedrez con la Muerte.