La COVID-19, esa enfermedad pandémica que nos mantiene en vilo desde hace más de un año, daña los órganos y las funciones corporales, pero también posee una repercusión sobre la salud o el bienestar psíquico de los que la padecen y las medidas de reclusión y prevención, al alterar las condiciones de vida de todos, están facilitando el crecimiento del estrés en el conjunto de la población. Nosotros hemos querido acercarnos al problema desde la competente mirada de la doctora Luisa Borondo.
— Doctora, a mediados del año pasado, la OMS alertó sobre la dimensión psicológica del fenómeno pandémico, al detectarse en diversos países aumentos significativos de la depresión, la ansiedad y el insomnio. ¿Está sucediendo esto también aquí, lo nota en su consulta?
— Sí, por supuesto. En toda situación de excepción, como lo es ésta, los síntomas se incrementan. No solo la depresión, la ansiedad o el insomnio. Hay otros menos visibles, como la apatía respecto de los vínculos sociales o cierta inercia del encierro –que, inadvertidamente, se transforma en estilo de vida- o formas variadas de negación de lo que nos toca vivir y sus causas y otros tantos síntomas que no cursan con tanta claridad clínica como los cuadros más tradicionales y congelados en los manuales diagnósticos. Conviene también señalar los síntomas que atañen directamente a lo social, como los llamados “vacunados VIP”, es decir, los que reciben la vacuna saltándose tanto el turno correspondiente como cualquier consideración ética. Sin embargo, estos casos, que no son pocos, no deberían sorprendernos: el “sálvese quien pueda” se ha instalado y naturalizado. La doble moral implícita es el funcionamiento propio del actual estado de cosas.
—¿Qué trastornos provocan los confinamientos o las medidas restrictivas en el equilibrio psíquico de la población en general?
— Un trastorno relevante es el que afecta al individuo que decide no cuidarse. Sin entrar en consideraciones acerca de la indiferencia por la suerte que puedan correr incluso sus allegados, a los que dice querer, llama la atención el desprecio por la propia vida o salud. Así hacen quienes abrazan el espíritu negacionista, en contra no sólo de la evidencia científica, sino también de la del dolor y la muerte, y que se justifican con un repertorio de estrafalarias ideas conspiratorias. En plena pandemia asisten a fiestas, mítines o celebraciones masivas, sin respetar las mínimas medidas de seguridad. Son personas movidas por fantasías de inmortalidad o por un “carpe diem” que muestra, más que oculta, la formidable angustia ante un futuro que adivinan imposible. Es llamativo un mecanismo psíquico habitual entre los que padecen estos síntomas al que se ha dado en llamar “renegación” y que conocen bien los psicoanalistas. Se trata de un proceso mental antitético, en el que se reconoce y se niega algo al mismo tiempo. El virus existe, vendrían a decir, pero, a la vez, no es real o no nos afecta. Sin llegar a la esquizofrenia, viven en una escisión subjetiva permanente.
— ¿Hay formas diferentes de reaccionar en estas condiciones de miedo al contagio, de controles obsesivos y de aislamiento?
— Las reacciones son variadas. Hay personas que se angustian y, a pesar de ello, enfrentan el problema y otras que se enfadan y, en lugar de combatir el peligro con las herramientas de las que disponen, atacan a quienes se lo están señalando. Actitud que no solo es registrable como una desorientación, sino que añade la desacreditación de ciertos saberes muy verdaderos y, en una suerte de cambalache al que la ignorancia rampante nos acostumbró en los últimos años, promueve la falsa idea “democrática” de que todas las opiniones son equivalentes. En consecuencia, cualquier verdad se torna improbable y, en las circunstancias actuales, esta ideología se suma a las diversas fuentes de angustia y confusión. Luego, están los que reconocen la situación como de peligro real, pero transforman los cuidados cotidianos en una práctica del exceso, en un ejercicio permanente de rituales, casi religiosos, en torno a las mascarillas, el lavado de manos, el hidroalcohol, las vacunas y un largo etcétera. Otros se sienten culpables de lo que sucede cuando, en realidad, somos todos víctimas de la desidia para con el medio ambiente o de las voraces políticas de reducción de medios que han provocado una alarmante precariedad sanitaria en los primeros meses de la pandemia.
— Las relaciones de pareja ¿se hacen más tensas al verse obligados a pasar más tiempo en el domicilio?
— Algunas parejas encuentran en la pandemia la perfecta justificación a sus dificultades y a los síntomas de gravedad variable que los aquejan desde antes del estallido. En una convivencia más permanente, con menos oportunidades para ocultar las diferencias o las brechas preexistentes, es más posible qulas mismas se transformen en enfrentamientos o que se hagan inconciliables. También y, por el contrario, podría dar lugar a un conocimiento mutuo más verdadero, toda vez que la ruptura de la, más o menos, confortable rutina de la pareja nos permite saber cuál es la respuesta del otro en momentos anómalos. Desde esta perspectiva, hasta podría considerarse un campo de prueba.
— La mayor presencia de los niños en casa ¿provoca estrés y ansiedad en los padres?
Que sus hijos estén en casa les está haciendo darse cuenta de que “ser padres” no solo es un título, más o menos honroso, sino que supone enterarse de lo que significa tener hijos. Dicho así, parece una perogrullada, pero no lo es si consideramos que en muchas familias la relación directa entre padres e hijos ocupa una muy pequeña fracción del día. En esta pandemia con los niños en casa, muchos han tenido la oportunidad de consagrarse como padres, más allá de la pura mención en las partidas de nacimiento de sus hijos: regulando permisividad y prohibición, haciéndose más o menos simpáticos a los ojos de sus hijos, interactuando con ellos más de lo habitual y con suerte dispar…
— ¿Cuáles son los cuadros o diagnósticos psiquiátricos más afectados?
—Las fobias, que no es un cuadro clínico sino un trastorno que encontramos acoplado secundariamente a estructuras patológicas primarias. O diversas modalidades paranoicas, desde expresiones particulares hasta manifestaciones sociales (terraplanistas, antivacunas, grupos como QAnon, etc). Rituales obsesivos, como los que mencioné antes, que pueden desembocar en verdaderas neurosis obsesivo-compulsivas. Pero, más allá de las que podrían considerarse estructuras mórbidas, el malestar se universaliza y, en casos, adquiere modalidades patológicas que, sumadas a la pandemia, obstaculizan seriamente la vida de las personas.
— ¿Es frecuente que, por nuestra cuenta, tomemos ansiolíticos y suele ponerse más confianza en ellos que en la consulta a los psicoterapeutas? En las circunstancias actuales, por la dificultad para acudir a las consultas, ¿ha aumentado esta práctica? ¿Qué peligros tiene la automedicación?
—La automedicación no es un fenómeno concomitante con la actual circunstancia, no es nuevo. Desde siempre, el hombre intentó fortalecer a través de la magia, de las pócimas alquimistas y, de manera más moderna, de la farmacopea, su capacidad para dominar sus aspectos menos controlables, más ignorados, como el dolor o el sufrimiento, que, por lo que estamos viendo en la clínica, son equivalentes poco menos que a un pecado. Por lo visto, también apenarse y sufrir por la muerte propia o ajena es de mala educación. Por otro lado, los condicionantes epocales obligan a estar siempre listo para la tarea que toque, bajo amenaza de quedar fuera del mercado.
En consecuencia, a todo lo anterior se le debe agregar ahora el interés por no querer saber acerca de uno mismo, de sus vulnerabilidades, de su fragilidad emocional, de sus frustraciones e imposibilidades y, en este sentido, la medicación vela la subjetividad con una ignorancia placentera, pero perniciosa a un no largo tiempo.
— ¿Qué medidas de higiene psíquica pueden sernos útiles para prevenir estos desarreglos?
—Inmersos como estamos en esta tragedia, es el momento de la “re-creación” de capacidades que apunten a mantener un goce vital, de aquello que cada uno considere lo apropiado para reflotar y mantener sus capacidades e intereses. Estamos en un tiempo de espera que, con un eco melancólico, invita a recuperar los viejos entretenimientos y certidumbres, por limitadas que fueran. Pero si no existe una búsqueda activa de fuentes compensatorias y de una verdadera evaluación crítica de la actuación de cada uno y del conjunto, la pulsión de muerte, en forma de inercia o abandono, hará su entrada con los resultados que mencionamos: desequilibrios psicofísicos, rupturas de vínculos sentimentales y sociales, sufrimientos extremos con modalidades depresivas…
— ¿Cree usted que hay aspectos culturales en este desarrollo de problemas psicopatológicos como consecuencia de la pandemia?
— Pertenecemos a una cultura que no soporta la incertidumbre. Es la primera vez en la historia de la humanidad en que ser feliz y saber sobre el futuro se convierten en un deber. Por eso, demandamos que nos bombardeen con ilusiones acerca del porvenir. “Viviremos 1.000 años, aprovecharemos las investigaciones sobre los telómeros para encontrar la manera de ser siempre jóvenes…” En consecuencia, la negación del duelo por las pérdidas y la creencia en nuestra propia omnipotencia aparecen como la única forma de vida posible. Pero la consecuencia más probable de tantas mascaradas festivas y maníacas, de tanta irresponsable invitación al renacimiento y al triunfo, será cronificar la tristeza.
