Los cristianos creemos en la amnistía. Antes de que puedas indignarte, querido lector, al pensar que estoy convirtiendo la bochornosa amnistía de estos días en un dogma de fe, debo aclarar que no me refiero a esa amnistía, sino a una de las últimas afirmaciones del Credo en la que afirmamos nuestra fe en el perdón de los pecados, que es como decir que creemos que Dios nos aplica una amnistía personal.
La palabra, etimológicamente, procede de dos términos griegos: la partícula privativa “a”, que significa “sin” y el sustantivo “mnemos” que significa “memoria”. Sin memoria, olvido.
Cuando los cristianos hablamos del perdón de los pecados, estamos queriendo decir que Dios nos perdona con un perdón que lleva al olvido. No es el humano “perdono pero no olvido”. No. Es algo más, es como la amnistía porque Dios decide hacer cuenta nueva con quien se arrepiente de verdad hasta el punto de olvidar nuestros pecados. De ahí la dificultad que tenemos de compaginar tal olvido con el misterio del juicio final o del purgatorio, que son como impugnaciones a la totalidad del perdón de Dios, como si este no fuese completo.
Lo cierto es que, desde que estudiamos el catecismo, y así se lo enseñamos a los niños, para una buena confesión hace falta un proceso que parte del reconocimiento de la culpa y culmina con la manifestación ante el sacerdote de la voluntad de cambiar lo que hicimos mal.
Con frecuencia, las confesiones reiteran los pecados cometidos porque forman parte de nuestro quehacer cotidiano o de nuestro temperamento. Me gusta decirle al que se confiesa que menos mal, porque si cada vez trajese pecados nuevos tendríamos un problema gordo. Como también me gusta decirles que no abusen de la confesión, que es un sacramento que requiere un proceso de conversión interior que no se produce en dos días ni en una semana. Se le tiene que dar tiempo.
Paradójicamente, el Sacramento de la Penitencia es un valor en alza, a pesar de que el sentimiento de pecado lo es a la baja. Recuerdo que hace unos años, una amiga, que vive en Estocolmo, casada con un diácono permanente en esa Iglesia donde los católicos son muy minoritarios, me decía que sus amigos luteranos le decían que los católicos tenían la suerte de tener el Sacramento de la Penitencia porque de esa forma estaban seguros de ser perdonados, pero ellos, como su única confesión es directamente con Dios, evitando la figura del confesor, nunca podían estar seguros de haber sido perdonados.
Si digo que es un valor en alza, a pesar de no existir conciencia de pecado, es porque hoy, mucha más gente de la que pensamos, necesita sentarse tranquilamente con alguien que escuche sus problemas, incertidumbres y angustias y le ayude a sacarlos del fondo del alma antes de que se pudran y generen una herida mayor. Creo que se terminaron los tiempos en los que los confesores generaban sentimientos de culpa, algo completamente ajeno al sentido del Sacramento. Y no es que el sacerdote se convierta en un psicólogo, porque no le corresponde. Su misión es aliviar angustias, presentar la misericordiosa presencia de Dios en su vida y recordarle que en Jesucristo están representados los sufrimientos de una humanidad desesperanzada para devolverle la esperanza.
La verdad es que empecé el artículo con la intención de hablar del sentido de una amnistía, aunque no tenía ninguna intención de hablar de Puigdemont, y se me han ido las líneas sin darle al lector lo que esperaba. Sin embargo, creo que ha quedado meridianamente claro. Cualquier perdón está condicionado a un reconocimiento de culpa y a un arrepentimiento sincero. Yo le digo a los niños de catequesis que cuando se pide perdón no vale un ligero “lo siento…” mientras se alejan. No. Es un “lo siento” mirando a la cara y expresándolo con los ojos. Porque es entonces cuando podemos a comenzar a dialogar sobre lo que ha pasado. Pero si no hay el más mínimo sentimiento de haber cometido una falta, si todo se basa en una actitud orgullosa y prepotente, no hay nada que hacer, no hay amnistía que valga ni ante Dios ni ante los hombres.