El pasado 5 de enero se cumplieron 600 años del nacimiento del rey Enrique IV. Valladolid fue su ciudad natal, aunque, él siempre se consideró segoviano. Dionisio Ridruejo -otro buen amigo de esta ciudad- escribió: “Enrique había sido desde la infancia Señor de Segovia y le gustaba la ciudad, de la que salió lo menos posible”. La recibió a los 14 años donada por su padre Juan II. Fue un valioso regalo que tendría un papel principal en la historia de Castilla. “Desde Alfonso VIII hasta Felipe III, fue visitada por todos los reyes y en ella establecieron su Corte en temporadas más o menos largas (…). Toda la historia de Castilla resuena en [Segovia], cuando no la tiene por escenario principal” (D. Ridruejo). En el Alcázar, donde los Reyes Católicos rubrican la “Concordia de Segovia, germina la gran empresa de unificación. En 1462, Isabel, de 11 años y su hermano Alfonso, dos años menor, fueron trasladados al Alcázar donde el rey tenía la corte.
Aparte de sus respectivos gobiernos, las vidas de Enrique e Isabel son interesantes también por razones humanas. Juan II de Castilla era el padre de ambos. Enrique era hijo de la primera esposa, María de Aragón, e Isabel fue hija de la segunda esposa, Isabel de Portugal. Así pues, Enrique e Isabel eran hermanos por parte de padre y él era 25 años mayor que ella. Así pues, no sólo les separaba un cuarto de siglo, sino también la notable diferencia de sus propios caracteres. A pesar de su estrecho parentesco, no siempre reinó la paz entre ellos. Se enfrentaron por graves sucesos políticos, agrandados por la codicia de nobles desleales, que cambiaban de bando movidos por intereses particulares. La mayor traición que sufrió Enrique fue la de su valido, Juan de Pacheco, al negar el derecho de Juana (“hija de Enrique”) a la corona de Castilla (M. Fernández Álvarez, “Isabel la Católica”). Entonces, comenzó a fraguarse la gran rebelión, agudizada por mercedes y favores regios, que desataron la envidia de algunos poderosos; concesiones poco afortunadas que se atribuían al endeble y voluble temperamento de Enrique.

Acerca de la constitución fisiológica del monarca, Gregorio Marañón, médico e historiador publicó un “Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo”, donde afirma: “de la infancia y juventud de Don Enrique se conservan noticias confusas, pero no exentas de interés. Todas ellas coinciden en anotar la debilidad de su carácter y su fácil sugestionabilidad, que le convirtieron en un instrumento pasivo de Don Juan Pacheco, intencionadamente puesto a su lado para dominarle, por Don Alvaro de Luna”. Enrique IV estuvo sujeto a dos factores negativos. Por un lado, la insidia de sus enemigos y por otro, la herencia biológica. Según el citado estudio médico, el padre de Enrique -Juan II de Castilla- acusaba rasgos degenerativos, que se agravaron por la “indudable tara” de la segunda esposa, Isabel de Portugal.
Aquí, es razonable preguntar: ¿cómo se explica que esos rasgos hereditarios no afectaran a Isabel la Católica, siendo hija de ambos: Juan II e Isabel de Portugal? Según Marañón: “la futura Reina Católica fue un producto genial de esa triste herencia”. O sea, la –entonces- impredecible herencia biológica favoreció a Isabel, evitando las nocivas secuelas, que sí afectaron a su medio hermano Enrique. Al factor hereditario cabe añadir la influencia de la primera formación que recibieron ambos. Isabel tuvo en Arévalo, junto con su hermano Alfonso una infancia acogedora, en el hogar que les proporcionó su madre Isabel de Portugal y las damas portuguesas de su entorno, como María Lopes, Beatriz de Silva; cuidados de la infancia que faltaron a Enrique. Resumiendo, podría afirmarse que la herencia biológica y las graves circunstancias adversas de su gobierno, hicieron de Enrique un “rey de los más infelices en crédito y gobierno”; según opinión (¿exagerada?) de nuestro primer cronista, Diego de Colmenares.

Es lógico pensar que el rey encontraría en Segovia un apacible refugio donde aliviar su débil ánimo. Sin duda, su gran estima por ella, le llevó a conceder numerosos favores y privilegios a la ciudad y a sus vecinos. Siguiendo la feliz iniciativa de lo publicado en estas páginas (El Adelantado, 10/02/25), nos referimos a la fundación de la Casa de la Moneda. Precedente del actual Ingenio de la Moneda de Felipe II, en 1583; admirablemente reconstruida en 2011. La Ceca de Enrique (hoy desaparecida, estaría próxima a la iglesia de san Sebastián) ostentaba en la puerta principal el escudo de armas del rey, labrado en piedra y acompañado de la inscripción: “el año de nuestro Saluador Iseu Christo de M.CCCC.LV. Se comenzó a “labrar moneda de oro, é de plata primero de Mayo”. La imagen muestra una pieza de la serie de 1471 (véase “Las acuñaciones de moneda en Segovia”, G. Murray).
Al cabo de seis siglos, los sucesos históricos ocurridos en la misma ciudad que hoy nos acoge, nos ayuda a contemplar de modo distinto, el entorno urbano. Sus calles, plazas y palacios cobran vida al recordar la historia de quienes nos precedieron. Estimamos mejor el gran patrimonio histórico y monumental de esta ciudad milenaria. El estudio gustoso de nuestra historia es un reconocimiento agradecido a quienes engrandecieron nuestro acervo cultural. La figura del rey Trastámara, Enrique IV, con sus luces y sombras, suscita simpatía y una amable comprensión. Desde estas páginas centenarias, deseamos la pronta rehabilitación del palacio que habitó en el centro urbano de “su ciudad”.
